EN LAS LOMAS DEL POLO NORTE

9:16

POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.

DOS MESES EN NOME

Un poco de historia.

Sólo una vez, desde 1901, la muy noble villa de Nome ha estado sin misionero. Los católicos de Nome no oyeron tañer la campana durante todo el invierno de 1939. Los fallecidos murieron sin sacramentos y a los nacidos no había quien los bautizase.
Celebrada la Pascua en Kotzebue, y hecha una visita al orfanotrofio de Pilgrim Springs, recibí órdenes de tomar el aeroplano y aterrizar en Nome, donde debía permanecer un par de meses, hasta que a fines de junio viniese de su Isla Singular el célebre Padre Lafortune.
Estas costas de Nome estuvieron desiertas desde mucho untes del diluvio, y por ellas retozaban corpulentos anfibios marinos, que no sabían de flechas ni de balas; pero en octubre de 1898 unos exploradores, curtidos a todos los temporales y arriesgados como pocos, después de mil fracasos por montes, valles y playas, descubrieron pepitas de oro en las arenas de la playa, que bautizaron con el nombre de Nome, y dos años más tarde las gaviotas vieron asustadas hileras interminables de tiendas de lona, donde se albergaban 25.000 mineros, procedentes de los cuatro Puntos Cardinales.
Allí se maldecía y se canturreaba en todas las lenguas llamadas civilizadas, hasta que poco a poco las tiendas fueron sustituidas por casetas de madera, sobre las que se erguían hoteles toscos, donde se vendían los huevos a veinte duros la docena, y donde un cántaro de vino se iba en copas, que costaban de diez a quince pesetas cada una.
En aquella multitud abigarrada de aventureros había un crecido número de católicos, que aplaudieron la idea de levantar una iglesia cuando les visitó y se lo propuso el P. René, en agosto de 1899.
Al año siguiente fue destinado a Nome el Padre Jacquet. El pobre Padre no duró mucho en la brega. Tres meses de invierno bastaron y sobraron para ponerle fuera de combate y dar con él en una camisa de fuerza. Trasladado a Holy Cross por las autoridades, recobró el juicio y trabajó a media máquina algunos años, hasta que murió plácidamente en el Yukon.
En 1901 llegaron dos Padres y levantaron la iglesia actual, cuya esbelta torre es el orgullo de la población. La cruz, en que remata, fue decorada con bombillas eléctricas, y aquella cruz iluminada salvó centenares de vidas en tormentas, borrascas y tinieblas invernales cuando navegantes y exploradores se extraviaban en la lejanía.
Años más tarde, en 1914, los yacimientos auríferos vinieron a menos, y la Compañía eléctrica, con la excusa de que no podía sufragar los gastos, cortó la corriente y la cruz cesó de brillar en la oscuridad.
Era entonces Nome una ciudad floreciente con Instituto, tres Diarios, calles, almacenes, cuatro sociedades secretas y trabajo para todos en abundancia. En nuestra iglesia se decían dos misas los do-mingos por no caber todos en una.
En 1903 arribó el P. Lafortune, que había de oscurecer con su brillo a todos los misioneros de Alaska, pasados y presentes. Pequeño de cuerpo, canadiense de nación, industrioso como pocos y habilidoso como el que más, este Padre que aún vive tomó a su cargo los indígenas de Nome y sus cercanías y levantó para ellos iglesia aparte, donde les predicaba en su misma lengua.
Bautizó eskimales a centenares, y se acostumbró a vivir y comer como ellos, sin que por eso dejara de ser con los blancos el sacerdote urbano y cortés, cuya santidad admiraban y admiran de consuno.

El "Diario" de los Misioneros

Apenas me instalé en Nome, abrí los cartapacios donde los Padres han venido escribiendo el Diario de la casa desde 1901 hasta 1939. Es un arsenal de información que no se puede valuar en dinero. Por allí desfila tullo.
Un grupo de señoras se encargó en 1906 de limpiar la iglesia y sufragar los gastos del altar. Poco a poco se convirtieron en dueñas absolutas de la iglesia, hasta que llegó un Padre de agallas y, después de estudiar el problema despacio, con una ironía socarrona y una tenacidad de hierro, las fue destronando insensiblemente, hasta que una mañana las buenas señoras se vieron en la calle sin saberlo.
Las tiples protestantes que cantaban en nuestro coro, y que se creían indispensables, fueron despedidas con una sonrisa tan fina y aristocrática, que a ellas mismas las hizo reír.
Hubo conversiones ruidosas, y pérdidas dolorosas, y muertes repentinas, que pusieron al pueblo los pelos de punta, y fallecimientos muy edificantes, que esparcieron olor de santidad por toda la población.
Hubo años de abundancia, y hubo años en que los Padres vivían adeudados y muy preocupados. Enfermedades, calumnias, propaganda subversiva, malas inteligencias, verdadera persecución... de todo libró Dios a los buenos Padres, que bregaban contra viento y marca, en un resalsero de pasiones bajas atizadas por personas constituidas en altos cargos y dignidades civiles.
Todo está en el Diario. Si una vieja eskimala regala dos libros de hígado de foca; si un solterón adinerado da quinientas pesetas para pintar las paredes y comprar carbón; si el señor Obispo, en la visite, les llama al orden por gastar mucha azúcar; si este año ha habido más o menos casos de locura que el año pasado; si será o no será contra la pobreza quemar incienso oloroso después de la catequesis de los eskimales, que olían que apestaban, etc., etc.
Hoy día Nome es una sombra del pasado. Quedan, sí, calles y muchas casas; pero no todas están habitadas.
No hay más que un periodicucho pobrísimo, que sale tres veces por semana. En las páginas emponzoñadas de este papelón ridículo se envenenaron las mentes de los habitantes de Nome en la cuestión de la guerra española.
Uno de los católicos más influyentes de Nome no vaciló en decirme que Franco era un demonio disfrazado de hombre, un Atila, etc., etc. Todos mis argumentos en contra se estrellaron o rebotaron en aquella testuz de carnero bravío. Lo había dicho el periódico, luego así tenía que ser.

Los aventureros del Polo.

Los primeros días fui a comer a una venta, mitad fonda, mitad taberna. Allí tuve que codearme con el celebérrimo tipo de viejo aventurero, que vino en 1898 y anda todavía vagando por las proximidades del Círculo Polar.
El nombre genérico que comprende a todos los viejos de esta catadura es “saordó”. Rigurosamente hablando, todo el que en noviembre vea helarse los ríos y las playas y presencie el deshielo en junio, pasa por el mero hecho a la categoría de “saordó”.
Mientras más inviernos se pasan en Alaska, más tiene uno de “saordó”. Pero hay “saordós” y “saordós”. Yo mismo soy un “saordó” en rigor técnico, aunque no me precie de ello en presencia de los viejos.
El “saordó” castizo es esto: septuagenario, soltero, alto y encorvado, calvo o con un pelo ralo blanquísimo, bigote rubio, ojos azules y aguardentosos, pipa negra y jorobada que cae hasta la perilla, chaquetón que sujeta un cinturón hermano carnal de la cincha, botas anfibias, de goma hasta los tobillos y de cuero el resto hasta la rodilla; no tiene religión, escupe treinta veces por minuto, lo ha leído todo, lo sabe todo, lo ha visto todo, lo quiere hablar todo, come por diez y se llama Jorge.
El que se llama Bernabé, Dionisio, Jeremías o Gregorio no es “aordó” legítimo, sino extranjero y advenedizo, tal vez ruso, bohemio o yugoslavo. Tiene quo llamarse Jorge y venir de antepasados escoceses, yankis o escandinavos.
Asimismo tiene que ser masón y gloriarse de ello; y, por último, tiene que poner en el mismo plano a Hitler, Franco y Mussolini y desearles a los tres muerte a fuego lento acá en la tierra, y una eternidad de horrores en el infierno.
Cuando el “saordó” enferma de gravedad, sus viejos hermanos masones le ponen un garrafón de vino junto a la almohada para aliviarle los trances penosos de la agonía; y, cuando el infeliz se desploma inerte como encina corroída y deja de escupir, le amortajan caritativamente y le llevan al cementerio masónico.
En el centro del cementerio general de Nome hay un reservado con rótulos enormes que dicen: “Cementerio Masónico”. El fin de estos rótulos es facilitar el día del Juicio a los Angeles la tarea penosa de separar los malos de los buenos. El Angel que, de un vistazo, vea salir de esta parcela masónica una caterva de seres espantadizos, ganará tiempo acorralándolos a todos a la izquierda sin más ceremonias.

Celos y charlas femeninas

En Nome tuve sorpresas que en Kotzebue ni las hubiera soñado. Una señora viuda, octogenaria, me llevó un mazapán con adornos de baño blanco y canela que me desarmó con sólo mirarle. En el aturdimiento consiguiente le ofrecí a la señora una silla, y el dichoso mazapán me costó dos horas y media de escuchamiento.
A los tres días, otro mazapán y dos horas en las sillas. Al día siguiente, un paquete de rosquillas deliciosas y tanta charla que, cortando todos los nudos gordianos de la urbanidad más elemental, miré al reloj y me excusé con que tenía que rezar el Breviario.
Al día siguiente, dos pollos desplumados; abiertos y helados y una charla que no llevaba trazas de acabar.
Otra señora adiposa y septuagenaria, no católica, viuda de un renegado católico que murió sin Sacramentos, tuvo celos de la octogenaria y, no queriendo ser menos, me empezó a traer rosquillas y mazapanes, que yo tenía que pagar con asentadas eternas, escuchando detalles minuciosísimos de episodios los más ridículos y baladíes. Allí me enteré de la vida y milagros de las dos terceras partes de la población.
Las dos señoras se sabían de memoria una a otra, y las dos se querían como la zorra y la gallina. La octogenaria prometió revocar el testamento y escribir otro donde estuviera incluido mi nombre. La septuagenaria se contentó con hacerme probar un traje planchado y seminuevo de su difunto esposo, más unas camisas y un maletín repleto de pañuelos blancos muy majos.
Al preguntarlas separadamente por qué no habían hecho eso años antes con otro Padre, me respondieron que nunca habían hallado oportunidad de hacerlo; pues, o no los habían hallado en casa cuando iban a visitarlos, o, si los hallaban, no tenían paciencia para escucharlas y las despedían a tocateja con buenos modos y maneras.
La respuesta me hizo reír. Unos días antes mi paciencia había estado a punto de estallar.
Los católicos se alegraron de ver de nuevo al misionero y acudieron con fidelidad a cumplir con Pascua. Siguiendo una costumbre inmemorial, los blancos se sientan a un lado y los indígenas y mestizos a otro.
Todos hablan inglés. Los mismos indígenas se van avergonzando de su lengua gutural, y se vanaglorian de hablar inglés, y hasta de salir con frases elegantes y palabras floridas, que no dicen del todo bien, entre giros bárbaros y frases incorrectas.

El hospital de Nome

Desde 1906 hasta 1919 hubo en Nome un hospital católico, regentado por Hermanas de la Caridad amables y abnegadas, como es proverbial en ellas.
En toda la redondez del globo son estas hermanas respetadas y buscadas, y dondequiera que levantan ellas un hospital, arruinan irremisiblemente a los hospitales circunvecinos. Los enfermos quieren ser tratados por las hermanas, y por nadie más.
Pero Nome es una excepción en el mundo. Nome es el tipo clásico de pueblo venido a menos, habitado por tipos de una pedantería soez que consideran progreso pertenecer a la masonería, creer en la evolución, dudar filosóficamente delta existencia de Dios, y evitar todo contacto con el Catolicismo retrogrador y opresor de las conciencias.
La presencia de un hospital católico entre sus chozas atiborradas de revistas indecentes era un reto al progreso y a la libertad de pensamiento.
Después de muchas juntas y disputas, decidieron llamar a los protestantes, a quienes aseguraron que favorecerían contra la institución católica. Así lo hicieron. Las Hermanas se trasladaron al sur de la península y dejaron el campo a los Metodistas.
Ahora el hospital está regentado por gente de negocio, que se cuida más de los dólares que de los dolores de los enfermos. Las enfermeras tienen novio y no atienden a los enfermos como lo hacían 1as Hermanas. Los viejos marrulleros, que invitaron a los Metodistas, vieron el error y escribieron cartas a las Hermanas rogándolas volver. Ninguna de las cartas recibió contestación. Así escarmientan otros en cabeza ajena.

Con el campeón de ajedrez.

En este hospital incoloro había un enfermo hidrópico, un “saordó” de los castizos, que era el campeón de ajedrez desde 1915. Le visité y jugamos una tarde. Ya se veía que era el campeón ! Como me paraba los pies a las pocas jugadas, decidimos que jugara él sin una torre, y así tuvimos unos juegos interesantísimos. Una tarde me ganó sin torre.
Al día siguiente fui al hospital muy de prisa y decidido a darle una paliza, y me encontré con que la cama estaba vacía. Había muerto por la noche. Quedé muy impresionado, pues el pobre señor no tenía religión, ni la había querido tener jamás.
Con todo, nos habíamos hecho verdaderos amigos en aquella cama donde nos sentábamos a estudiar jugadas nuevas y ataques inesperados. Sus restos descansan blandamente en el cementerio masónico.

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EN LAS LOMAS DEL POLO NORTE

miércoles, 12 de mayo de 2010
POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.

DOS MESES EN NOME

Un poco de historia.

Sólo una vez, desde 1901, la muy noble villa de Nome ha estado sin misionero. Los católicos de Nome no oyeron tañer la campana durante todo el invierno de 1939. Los fallecidos murieron sin sacramentos y a los nacidos no había quien los bautizase.
Celebrada la Pascua en Kotzebue, y hecha una visita al orfanotrofio de Pilgrim Springs, recibí órdenes de tomar el aeroplano y aterrizar en Nome, donde debía permanecer un par de meses, hasta que a fines de junio viniese de su Isla Singular el célebre Padre Lafortune.
Estas costas de Nome estuvieron desiertas desde mucho untes del diluvio, y por ellas retozaban corpulentos anfibios marinos, que no sabían de flechas ni de balas; pero en octubre de 1898 unos exploradores, curtidos a todos los temporales y arriesgados como pocos, después de mil fracasos por montes, valles y playas, descubrieron pepitas de oro en las arenas de la playa, que bautizaron con el nombre de Nome, y dos años más tarde las gaviotas vieron asustadas hileras interminables de tiendas de lona, donde se albergaban 25.000 mineros, procedentes de los cuatro Puntos Cardinales.
Allí se maldecía y se canturreaba en todas las lenguas llamadas civilizadas, hasta que poco a poco las tiendas fueron sustituidas por casetas de madera, sobre las que se erguían hoteles toscos, donde se vendían los huevos a veinte duros la docena, y donde un cántaro de vino se iba en copas, que costaban de diez a quince pesetas cada una.
En aquella multitud abigarrada de aventureros había un crecido número de católicos, que aplaudieron la idea de levantar una iglesia cuando les visitó y se lo propuso el P. René, en agosto de 1899.
Al año siguiente fue destinado a Nome el Padre Jacquet. El pobre Padre no duró mucho en la brega. Tres meses de invierno bastaron y sobraron para ponerle fuera de combate y dar con él en una camisa de fuerza. Trasladado a Holy Cross por las autoridades, recobró el juicio y trabajó a media máquina algunos años, hasta que murió plácidamente en el Yukon.
En 1901 llegaron dos Padres y levantaron la iglesia actual, cuya esbelta torre es el orgullo de la población. La cruz, en que remata, fue decorada con bombillas eléctricas, y aquella cruz iluminada salvó centenares de vidas en tormentas, borrascas y tinieblas invernales cuando navegantes y exploradores se extraviaban en la lejanía.
Años más tarde, en 1914, los yacimientos auríferos vinieron a menos, y la Compañía eléctrica, con la excusa de que no podía sufragar los gastos, cortó la corriente y la cruz cesó de brillar en la oscuridad.
Era entonces Nome una ciudad floreciente con Instituto, tres Diarios, calles, almacenes, cuatro sociedades secretas y trabajo para todos en abundancia. En nuestra iglesia se decían dos misas los do-mingos por no caber todos en una.
En 1903 arribó el P. Lafortune, que había de oscurecer con su brillo a todos los misioneros de Alaska, pasados y presentes. Pequeño de cuerpo, canadiense de nación, industrioso como pocos y habilidoso como el que más, este Padre que aún vive tomó a su cargo los indígenas de Nome y sus cercanías y levantó para ellos iglesia aparte, donde les predicaba en su misma lengua.
Bautizó eskimales a centenares, y se acostumbró a vivir y comer como ellos, sin que por eso dejara de ser con los blancos el sacerdote urbano y cortés, cuya santidad admiraban y admiran de consuno.

El "Diario" de los Misioneros

Apenas me instalé en Nome, abrí los cartapacios donde los Padres han venido escribiendo el Diario de la casa desde 1901 hasta 1939. Es un arsenal de información que no se puede valuar en dinero. Por allí desfila tullo.
Un grupo de señoras se encargó en 1906 de limpiar la iglesia y sufragar los gastos del altar. Poco a poco se convirtieron en dueñas absolutas de la iglesia, hasta que llegó un Padre de agallas y, después de estudiar el problema despacio, con una ironía socarrona y una tenacidad de hierro, las fue destronando insensiblemente, hasta que una mañana las buenas señoras se vieron en la calle sin saberlo.
Las tiples protestantes que cantaban en nuestro coro, y que se creían indispensables, fueron despedidas con una sonrisa tan fina y aristocrática, que a ellas mismas las hizo reír.
Hubo conversiones ruidosas, y pérdidas dolorosas, y muertes repentinas, que pusieron al pueblo los pelos de punta, y fallecimientos muy edificantes, que esparcieron olor de santidad por toda la población.
Hubo años de abundancia, y hubo años en que los Padres vivían adeudados y muy preocupados. Enfermedades, calumnias, propaganda subversiva, malas inteligencias, verdadera persecución... de todo libró Dios a los buenos Padres, que bregaban contra viento y marca, en un resalsero de pasiones bajas atizadas por personas constituidas en altos cargos y dignidades civiles.
Todo está en el Diario. Si una vieja eskimala regala dos libros de hígado de foca; si un solterón adinerado da quinientas pesetas para pintar las paredes y comprar carbón; si el señor Obispo, en la visite, les llama al orden por gastar mucha azúcar; si este año ha habido más o menos casos de locura que el año pasado; si será o no será contra la pobreza quemar incienso oloroso después de la catequesis de los eskimales, que olían que apestaban, etc., etc.
Hoy día Nome es una sombra del pasado. Quedan, sí, calles y muchas casas; pero no todas están habitadas.
No hay más que un periodicucho pobrísimo, que sale tres veces por semana. En las páginas emponzoñadas de este papelón ridículo se envenenaron las mentes de los habitantes de Nome en la cuestión de la guerra española.
Uno de los católicos más influyentes de Nome no vaciló en decirme que Franco era un demonio disfrazado de hombre, un Atila, etc., etc. Todos mis argumentos en contra se estrellaron o rebotaron en aquella testuz de carnero bravío. Lo había dicho el periódico, luego así tenía que ser.

Los aventureros del Polo.

Los primeros días fui a comer a una venta, mitad fonda, mitad taberna. Allí tuve que codearme con el celebérrimo tipo de viejo aventurero, que vino en 1898 y anda todavía vagando por las proximidades del Círculo Polar.
El nombre genérico que comprende a todos los viejos de esta catadura es “saordó”. Rigurosamente hablando, todo el que en noviembre vea helarse los ríos y las playas y presencie el deshielo en junio, pasa por el mero hecho a la categoría de “saordó”.
Mientras más inviernos se pasan en Alaska, más tiene uno de “saordó”. Pero hay “saordós” y “saordós”. Yo mismo soy un “saordó” en rigor técnico, aunque no me precie de ello en presencia de los viejos.
El “saordó” castizo es esto: septuagenario, soltero, alto y encorvado, calvo o con un pelo ralo blanquísimo, bigote rubio, ojos azules y aguardentosos, pipa negra y jorobada que cae hasta la perilla, chaquetón que sujeta un cinturón hermano carnal de la cincha, botas anfibias, de goma hasta los tobillos y de cuero el resto hasta la rodilla; no tiene religión, escupe treinta veces por minuto, lo ha leído todo, lo sabe todo, lo ha visto todo, lo quiere hablar todo, come por diez y se llama Jorge.
El que se llama Bernabé, Dionisio, Jeremías o Gregorio no es “aordó” legítimo, sino extranjero y advenedizo, tal vez ruso, bohemio o yugoslavo. Tiene quo llamarse Jorge y venir de antepasados escoceses, yankis o escandinavos.
Asimismo tiene que ser masón y gloriarse de ello; y, por último, tiene que poner en el mismo plano a Hitler, Franco y Mussolini y desearles a los tres muerte a fuego lento acá en la tierra, y una eternidad de horrores en el infierno.
Cuando el “saordó” enferma de gravedad, sus viejos hermanos masones le ponen un garrafón de vino junto a la almohada para aliviarle los trances penosos de la agonía; y, cuando el infeliz se desploma inerte como encina corroída y deja de escupir, le amortajan caritativamente y le llevan al cementerio masónico.
En el centro del cementerio general de Nome hay un reservado con rótulos enormes que dicen: “Cementerio Masónico”. El fin de estos rótulos es facilitar el día del Juicio a los Angeles la tarea penosa de separar los malos de los buenos. El Angel que, de un vistazo, vea salir de esta parcela masónica una caterva de seres espantadizos, ganará tiempo acorralándolos a todos a la izquierda sin más ceremonias.

Celos y charlas femeninas

En Nome tuve sorpresas que en Kotzebue ni las hubiera soñado. Una señora viuda, octogenaria, me llevó un mazapán con adornos de baño blanco y canela que me desarmó con sólo mirarle. En el aturdimiento consiguiente le ofrecí a la señora una silla, y el dichoso mazapán me costó dos horas y media de escuchamiento.
A los tres días, otro mazapán y dos horas en las sillas. Al día siguiente, un paquete de rosquillas deliciosas y tanta charla que, cortando todos los nudos gordianos de la urbanidad más elemental, miré al reloj y me excusé con que tenía que rezar el Breviario.
Al día siguiente, dos pollos desplumados; abiertos y helados y una charla que no llevaba trazas de acabar.
Otra señora adiposa y septuagenaria, no católica, viuda de un renegado católico que murió sin Sacramentos, tuvo celos de la octogenaria y, no queriendo ser menos, me empezó a traer rosquillas y mazapanes, que yo tenía que pagar con asentadas eternas, escuchando detalles minuciosísimos de episodios los más ridículos y baladíes. Allí me enteré de la vida y milagros de las dos terceras partes de la población.
Las dos señoras se sabían de memoria una a otra, y las dos se querían como la zorra y la gallina. La octogenaria prometió revocar el testamento y escribir otro donde estuviera incluido mi nombre. La septuagenaria se contentó con hacerme probar un traje planchado y seminuevo de su difunto esposo, más unas camisas y un maletín repleto de pañuelos blancos muy majos.
Al preguntarlas separadamente por qué no habían hecho eso años antes con otro Padre, me respondieron que nunca habían hallado oportunidad de hacerlo; pues, o no los habían hallado en casa cuando iban a visitarlos, o, si los hallaban, no tenían paciencia para escucharlas y las despedían a tocateja con buenos modos y maneras.
La respuesta me hizo reír. Unos días antes mi paciencia había estado a punto de estallar.
Los católicos se alegraron de ver de nuevo al misionero y acudieron con fidelidad a cumplir con Pascua. Siguiendo una costumbre inmemorial, los blancos se sientan a un lado y los indígenas y mestizos a otro.
Todos hablan inglés. Los mismos indígenas se van avergonzando de su lengua gutural, y se vanaglorian de hablar inglés, y hasta de salir con frases elegantes y palabras floridas, que no dicen del todo bien, entre giros bárbaros y frases incorrectas.

El hospital de Nome

Desde 1906 hasta 1919 hubo en Nome un hospital católico, regentado por Hermanas de la Caridad amables y abnegadas, como es proverbial en ellas.
En toda la redondez del globo son estas hermanas respetadas y buscadas, y dondequiera que levantan ellas un hospital, arruinan irremisiblemente a los hospitales circunvecinos. Los enfermos quieren ser tratados por las hermanas, y por nadie más.
Pero Nome es una excepción en el mundo. Nome es el tipo clásico de pueblo venido a menos, habitado por tipos de una pedantería soez que consideran progreso pertenecer a la masonería, creer en la evolución, dudar filosóficamente delta existencia de Dios, y evitar todo contacto con el Catolicismo retrogrador y opresor de las conciencias.
La presencia de un hospital católico entre sus chozas atiborradas de revistas indecentes era un reto al progreso y a la libertad de pensamiento.
Después de muchas juntas y disputas, decidieron llamar a los protestantes, a quienes aseguraron que favorecerían contra la institución católica. Así lo hicieron. Las Hermanas se trasladaron al sur de la península y dejaron el campo a los Metodistas.
Ahora el hospital está regentado por gente de negocio, que se cuida más de los dólares que de los dolores de los enfermos. Las enfermeras tienen novio y no atienden a los enfermos como lo hacían 1as Hermanas. Los viejos marrulleros, que invitaron a los Metodistas, vieron el error y escribieron cartas a las Hermanas rogándolas volver. Ninguna de las cartas recibió contestación. Así escarmientan otros en cabeza ajena.

Con el campeón de ajedrez.

En este hospital incoloro había un enfermo hidrópico, un “saordó” de los castizos, que era el campeón de ajedrez desde 1915. Le visité y jugamos una tarde. Ya se veía que era el campeón ! Como me paraba los pies a las pocas jugadas, decidimos que jugara él sin una torre, y así tuvimos unos juegos interesantísimos. Una tarde me ganó sin torre.
Al día siguiente fui al hospital muy de prisa y decidido a darle una paliza, y me encontré con que la cama estaba vacía. Había muerto por la noche. Quedé muy impresionado, pues el pobre señor no tenía religión, ni la había querido tener jamás.
Con todo, nos habíamos hecho verdaderos amigos en aquella cama donde nos sentábamos a estudiar jugadas nuevas y ataques inesperados. Sus restos descansan blandamente en el cementerio masónico.

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Rosario Serrano
soy diseñadora gráfica y profesora de religión y de lengua y literatura
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