EN LAS LOMAS DEL POLO NORTE

13:49



POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.

PRELIMINARES HISTORICOS

Las lanchas Balleneras

Al estudiar el estado religioso y social de los eskimales, que viven desparramados por las costas del mar glacial desde la desembocadura del Yukon hasta la del río Mackenzie, en el norte del Canadá, nos encontramos con que la mayor catástrofe que visitó a estos indígenas fue el haberse puesto en contacto con las expediciones balleneras antes que con ninguna otra clase de hombres blancos.

Los blancos de aquellas expediciones fueron para ellos seres misteriosos, como los soldados de Cortés para los indios mejicanos. La diferencia, sin embargo, está en que Cortés rezaba las horas de Nuestra Señora en un librito que llevaba siempre en el bolsillo, mientras que los capitanes de los barcos balleneros eran individuos desalmados, más voraces que vampiros y de conciencias anchas como los mares que navegaban.

La vida en las lanchas balleneras no era vida de recreo. La dureza y privaciones de aquella vida se hicieron tan proverbiales en las costas del Pacífico, que se hizo punto menos que imposible reclutar expedicionarios, a pesar de los salarios ultra-pingües que se ofrecían. Entonces se acudió a un proceso de reclutamiento tan bárbaro que difícilmente habrá sido superado desde los días de Nabucodonosor y Ciro.

Cuando el barco estaba ya listo en la bahía de San Francisco de California y no quedaba más que la dotación de mozos vigorosos, los oficiales visitaban las tabernas ele la ciudad y emborrachaban a veinte treinta, cincuenta o cuantos se necesitasen para el proyectado viaje.

A estos mozos vagabundos, con bigotes ensortijados, que escupían por el colmillo y vivían de atracos y borracheras, una vez embriagados hasta perder el conocimiento, los metían en coches y de los coches los descargaban en la cubierta del barco como si fueran fardos de sal.

Cuando al cabo de veinticuatro horas volvían en si y comenzaban a restregarse los ojos y a rebullir, se veían en alta mar arrullados por las olas cargadas de salitre, y allí, de pie junto a ellos, había un oficial con un látigo, que los iba distribuyendo metódicamente y con frases cortas por los diversos empleos manuales de a bordo. Si querían, podían escapar, pero ninguno lo intentaba. Nadar cien kilómetros no es cosa tan baladí como pudiera parecer.

Excesos y Abusos

Esa lancha ballenera, que estamos estudiando, no va sola. Con ella y con dotaciones similares navega toda una flota de balleneras, que se desperdigan a velas desplegadas por el mar glacial, infestado de bloques de hielo en pleno verano.

En sus idas y venidas, las balleneras anclaban en las aldeas eskimales de la costa y traficaban con los indígenas. Aquellos marineros forzados, que habían pasado medio año en alta mar trabajando como burros de carga, al cebar pie a tierra y ponerse en contacto con las aldeanas del país, se daban a toda clase de excesos sin parar mientes en escrúpulos de moral ni estética, como sátiros de paganismo legendario.

Las indígenas no estaban acostumbradas a semejante tratamiento. Pronto corrió la voz entre los habitantes de que aquellas flotas balleneras eran verdaderas plagas de langosta, y se aprestaron a la defensa ; pero los marineros no eran gente que se intimidaba, y lo único que tuvieron qua hacer para conseguir su intento fue cambiar de táctica.

Bajaban a tierra con botellas de aguardiente que daban a los indígenas sin distinción. Como aquellos estómagos aborígenes no estaban acostumbrados al licor, beber un trago y rodar por el suelo como picados por víboras, era todo uno.

Cuentan qua al emborracharse adoptaban estado y ademanes de locos desatados. A unos les ciaba por matar y a otros por matarse, siendo rarísimos los casos de borrachos a quienes les daba por cantar o decir necedades sin más extralimitaciones. Como el tigre que, según dicen, una vez que gusta carne y sangre humanas ya no quiere otro manjar, así nuestros inocentes eskimales una vez que gustaron los efectos peregrinos del aguardiente, ya no podían vivir sin él.

Los marineros lo conocieron y procuraron sacar ventaja; en vez de llevar a tierra el aguardiente, llevaban las mujeres a las lanchas donde tenían verdaderas orgías y las comilonas más desenfrenadas. Dando un paso más, enseñaron a los indígenas a fabricar bebidas alcohólicas con harina, cebada y melazas; bebidas fortísimas y cuasi venenosas que sembraron la miseria por toda la región.

Los Naloagmi

Entre las focas del país hay una de piel blanca que los eskimales llaman naloag. Al ver las caras rubias de los marineros, los indígenas las compararon a la piel de esas focas y llamaron a los blancos naloagmi, o sea, el que vive dentro de una piel blanca, nombre con que me han saludado a mi por activa y por pasiva.Por eso, en estas regiones inmensas que se extienden al norte del Circulo Polar y se empalman con los hielos eternos que las unen al Polo Norte, la palabra naloagmi es sinónima de gente blanca, joven y sin conciencia, amiga de guitarras y borracheras, sin escrúpulos, sin religión, sin respeto a nada que tenga visos de sagrado.

Los ministros protestantes

Tras las balleneras vinieron las expediciones de ministros protestantes; gente sin preparación ninguna para predicar el evangelio genuino de Jesucristo; ministros sin ordenar, casados y con hijos, que cayeron aquí como bandadas de buitres tragadores, con ojos de lince para explotar y con almas farisáicas, mucho más ladinas que las de Caifás y compañía.

Lo primero que hicieron fui distribuirse las aldeas para evitar la competencia y poder sacar el jugo a los indígenas sin contradicción. En sus iglesias sectarias se hizo dogma de fe el siguiente triple estado de las almas redimidas.

Los que daban al ministro el diez por ciento de cuanto ganaban, cazaban, pescaban o en manera alguna adquirían, esos iban al cielo ciertísimamente. Los que defraudaban algo del diez por ciento, iban al cielo ciertamente. Los que defraudaban una ración considerable, iban al cielo dudosamente. Quedaba, por fin, un cuarto estado que no merecía el nombre de estado, y era el de aquellos que no daban nada. Esos se condenaban irremisiblemente. Por desgracia aun esta en vigor este dogma que tuvo su origen en aquella escuela del Templo de Jerusalén, regentada por aquellos escribas y fariseos a quienes Jesucristo llamó serpientes e hijos de víboras.

La norma, pues, por la que se computa en estas sectas cl grado de gloria en el cielo, es la bolsa mayor o menor que entregan al ministro del Crucificado. Tres veces al tufo tienen lo que llaman “conferencias” y obligan a venir de las aldeas limítrofes a todas las personas alistadas en la secta.

El Sermón del Juicio Final

Aquí, en Kotzebue, tienen la Casa Central con un salón repleto de bancos que llaman "la iglesia", sin cruz, sin altar, sin imágenes, sin cuadros, sin nada que pudiera recordarles escenas relacionadas con la vida venidera.
Bien apretados en esos bancos, escuchan un sermón en el que se les dice que todas las profecías acaban de cumplirse, y que el Juicio final es cosa de unos meses.
Hace varios años predijeron el Juicio final el 14 de marzo al atardecer. Luego el 7 de agosto a medio día, y finalmente el 3 de noviembre al amanecer. Los pobres eskimales esperaban en estado agónico el cataclismo y se quedaban estupefactos al ver que el día anunciado nacía y moria como los demás.
Para evitar que los más discretos sacasen conclusiones desastrosas para la secta, el ministro vociferaba que todavía no estaban preparados para el Juicio y que Dios, en su infinita misericordia, había prorrogado la disolución general.
Ahora Dios se va cansando ya de prórrogas y parece que nos va a matar a todos cualquier día. Los eskimales, en consecuencia, tienen a Dios verdadero pánico, como si se tratara de un tirano sin entrañas que proyectara caer sobre ellos por sorpresa y degollarlos a todos sin compasión.
Durante la semana que duran esas conferencias el salón sectario se convierte en una Babel que sólo puede tener lugar en Un país democrático. Todos gritan, todos lloran, todos tienen visiones, todos tiemblan y ninguno se entiende. Jesucristo va a venir.
Cuando se calman un poco, los más santos se adelantan y confiesan en voz alta sus pecados. Adulterios recientes, mencionando los nombres de los cómplices, robos, fornicaciones, malos pensamientos, malas palabras y peores obras, todo sale a la plaza en medio de un silencio que interrumpen sollozos mal cohibidos.
Cuando los más santos han terminado sus confesiones, se invita a los no tan perfectos. Si vacilan un poco, se les riñe a voces y salen al escenario a confesarse. Finalmente los imperfectos, que no quieren en modo alguno confesar sus maldades, son arrastrados y obligados a limpiar su alma confesándose delante de todos. Al día siguiente se repite la operación, para lo mismo repetir mañana».

Sacrificio y Dificultades

La iglesia se abre a las ocho de la mañana. A las doce salen y a las dos se vuelve a tocar la campana, que los reune en el salón hasta las cuatro de la madrugada siguiente.
No lo creería yo, si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Recuerdo que algunos días llovía copiosamente y desde la ventana los veía yo venir cargados de chiquillos mojados, chapoteando lodo, alegres y risueños porque así se preparaban bien para la pronta venida de Jesucristo. Si obligase yo a mis católicos a una cuarta parte de mortificación y vencimiento, estoy seguro que me fallarían en masa.
El caso es más misterioso de lo que a primera vista parece. Durante la semana de conferencias no cazan, ni pescan, ni trabajan, ni apenas comen. Nada les importa nada. Lo único que los fanatiza entonces es la perspectiva de Jesucristo viniendo por las nubes a exigir cuentas atrasadas.
Las doctrinas falsas, las sectas heréticas, el culto velado a Satanás, las religiones e iglesias puritanas exigen con frecuencia a sus adeptos sacrificios muy subidos.
La Iglesia católica, en comparación, es una Madre cariñosísima que mira por sus hijos con autor verdaderamente maternal. Cuando sientan sus caricias los infieles, se convertirán indudablemente. Más fácil es confesarse con un sacerdote católico que tener que hacerlo en público y con la obligación de nombrar los cómplices; caso en cierto modo anti-social y que se debía prohibir por una ley en toda regla.
En la aldea de Noatak, al norte de Kotzebue, se separó un matrimonio porque ella se confesó de baben sido infiel al marido, sin habérselo dicho antes a él. No perdamos de vista que estamos tratando de salvajes. Si se dicen mutuamente sus infidelidades a un tercero, entonces se rompen las relaciones. La disciplina católica funciona pacíficamente aun entre los salvajes a quienes mejora incluso socialmente.
Cuando San Francisco Javier se internó en la India y en el Japón encontró, sí, el obstáculo natural de los bonzos y boncerías y de los brahmanes, diestros en el sánscrito y depositarios de civilizaciones multiseculares; pero pudo enfrentarse con ellos libremente y predicarles a Jesucristo tal cual es, o sea, tal cual aparece en los Evangelios y. en las Epístolas de San Pablo. La semilla caía en terreno virgen.
Si le hubieran precedido grupos de ministros luteranos que llevaban la Biblia debajo del brazo, y predicaban a Jesucristo tal cual ellos se le imaginaban, entonces la labor del santo navarro hubiera sido doblemente penosa y cuesta arriba.
Primero había que demostrar que Lutero, Calvino y demás caterva de soberbios no daban en el blanco; y, si lograba hacerse escuchar y vencía en la refriega, tenía luego que empezar por el A B C y vigilar las maniobras del ministro vecino, casado y con levita.
Aquí, en Alaska, las estaciones o puestos misioneros católicos se redujeron al Yukón, a los mineros vagabundos y a las costas del sur de Nome. La primera invasión del territorio enemigo no se efectuó hasta el año 1929 ayer, como quien dice cuando el malogrado P. Delón reunió 15.000 dólares y levantó la casa e iglesia de Kotzebue, aquí en el corazón mismo de la esfera de acción de los cuákeros o ministros sectarios.

El Ministro de Kotzebue

El ministro que residía en Kotzebue el año 1929 había sido tabernero. Se casó con una beata cuákera, fanática, y los dos decidieron hacerse misioneros.
El buen tabernero asomaba la oreja con demasiada frecuencia. En una riña que tuvo con una enfermera del hospital territorial, la Llamó un nombre tan obsceno que ella ni quiso ni pudo aguantar. Le citó a los tribunales con testigos y el misionero postizo tuvo que pagar la multa nada irrisoria de mil dólares.
En otros encontronazos con gente decente se desató más de lo debido, por lo cual fue despedido de la secta cuákera. Al día siguiente se independizó y empezó una secta suya. Yo mismo pude ver en un barrio de Nome la campanilla que colgó a la puerta de una casa arrendada que convirtió en capilla.

Los soldados de Washington

Detrás de los ministros sectarios vinieron compañías enteras de soldados que el gobierno de Washington colocó en lugares estratégicos desde Nome hasta Tanana; desde San Miguel basta Skagway. Más tarde se vio que era un gasto inútil y las compañías fueron repatriadas. Pero dejaron en Alaska huellas que tardarán mucho en borrarse. Varias veces al preguntar por el padre de algún mestizo se me ha respondido con aire de admiración: «¡Un soldado!», como si quisieran decir: “¿Pues quién iba a ser?»
Con la petaca llena y la cantimplora mediada de aguardiente los soldados iban de acá para allá en trineos oficiales entonando canciones poco santas y pernoctando en aldeas sin cuartel ni centinelas. Como aquellos soldados distaban mucho de ser Javieres, la reputación de los blancos en la mentalidad indígena bajaba y bajaba como el mercurio en los termómetros de Kotzebue los días sin viento del mes de Enero.

Tristes Resultados
El resultado de todos estos factores no pudo haber sido más desastroso para los indígenas. Hubo, claro está, algunas mejoras materiales. Los indígenas aprendieron a lavarse la cara, a peinarse, a cambiar la ropa antes de que cayese hecha pedazos de puro usarla sin mudarla, y mejoraron un poco las viviendas; pero el nivel moral estuvo muy lejos de subir.
La sangre eskimal se vio mezclada con la peor sangre blanca que se puede imaginar. Lo blanco prevaleció sobre lo indígena y los eskimales comenzaron a usar alimentos blancos y a vestirse ropa traída de los Estados Unidos.
La harina había sido alimento del todo desconocido. Cuando los barcos mercantes empezaron a traer verdaderas montañas de sacos de harina, los indígenas se acostumbraron al pan y afirmaban que ya no podían comer sin pan; pero lo que ellos amasaban no era pan; era una especie de bizcocho mal tostado que los mismos perros no comían a no ser en casos de hambre extrema.
Los eskimales mojaban los bizcochos en aceite de foca y los deglutían enteros, como los pavos tragan las nueces. Siguieron luego indigestiones y dolores de estómago, pero ellos no se preocupaban por la sencilla razón de que el eskimal no se preocupó en serio de vivir o morir. A fines de siglo vino una epidemia que barrió pueblos enteros y diezmó la población. Por fin los rebaños submarinos de ballenas gigantes abandonaron las costas de Alaska y las flotas balleneras des-aparecieron como por encanto.

Los Mestizos

Los mineros de 1898 se esparcieron rápidamente por toda la península y contribuyeron a llenar de mestizos las regiones mineras. Muchos mineros perecieron víctimas del frío y de las privaciones inherentes al clima; otros se volvieron a sus casas, y únicamente los mejor dotados físicamente permanecieron en Alaska.
Una buena parte de ellos se casó con mujeres eskimales y nos dió esta raza mestizoide que nos rodea dondequiera que vayamos. La situación de estos mestizos es bastante deplorable.
En primer lugar los varones son mozos inútiles, haraganes, viciosos, borrachos y sin pizca de ambición noble y loable. Se pueden contar con los dedos de una mano los mestizos decentes que he topado en mis marchas y contramarchas por estas latitudes al norte del Círculo Polar.
En cambio, las hembras parece que nacen con mejor estrella. En primer lugar ganan mucho en corrección de facciones. Desde los quince hasta los veinticinco amos pasan por señoritas blancas y las igualan en pudor y vergüenza natural femenina.
Por desgracia, no hay blancos elegibles, y las pobres chicas se marchitan en deseos inútiles de tomar por esposos hombres dignos de sus sueños; hombres que no encuentran entre sus co-mestizos de quienes abominan, ni entre los eskimales de pura cepa a quienes desprecian como a seres inferiores, ni entre los blancos que quedan en las minas, viejos ya y con los dientes ralos y negros por la malhadada pipa que no dejan si no es para comer y dormir.
Cuando llegan a los veinticinco años se desesperan y unas tiran por un camino y otras por otro de los tres arriba indicados. Creo que las más acertadas son las que vuelven a los puerros y cebollas de Egipto, o sea, las que toman por esposos a eskimales puros.La razón es obvia. Con un eskimal por esposo, ellas son las mandonas y las que lo disponen todo, aunque los niños nazcan con facciones predominantemente indígenas que ellas aborrecen.
Las que se casan con mestizos se embarcan en una nave, que las lleva a velas desplegadas por los mares procelosos del hambre, de la necesidad y de la miseria en todos sus aspectos. Si acaso aciertan a ganar un duro, aquella noche están los dos borrachos.
Si tienen buena suerte y ganan dos duros, uno es para vino y el otro para cigarros que aquí cuestan un ojo de la cara. Creo no exagerar si digo que el número de mujeres fumadoras iguala fácilmente al de los fumadores.
Por último, las que se casan con un blanco son las más desgraciadas. Tienen, sí, mejores botas y faldas más vistosas, pero ahí termina todo.
El blanco lee revistas y libros y quiere hablar del porvenir de Polonia y Checoeslovaquia, o gusta discutir los pros y contras de las dictaduras y democracias. La pobre mestiza no sabe la diferencia que hay entre Polonia y la Cochinchina, ni sabe qué es dictadura ni qué es democracia. El blanco se venga llamándola salvaje y otros nombres saturados de oprobio e ignominia hasta que a ella se le atufan las narices y responde indignada con nombres que no se pueden estampar aquí. Si una roca disparada por una catapulta choca en el aire con otra roca igualmente pesada y disparada, el resultado es un montón de arena en el suelo.

Cárceles y policías

Más tarde vinieron mejores ejemplares de blancos y la situación mejoró un poco, sobre todo en los centros más populosos. El establecimiento de cárceles y policías ayudó no poco a esta mejora. Ya no es tan fácil cometer crímenes y seguir como si allí no hubiera pasado nada.
Desde hace unos años está vigente una ley no escrita ni promulgada, pero sancionada por una tradición que jamás ha dejado de fallar en ningún caso particular.
En virtud de esta ley todo blanco convicto y confeso de ser el padre de la criatura de una indígena soltera, es por el mero hecho forzado a casarse con ella, a no ser que prefiera dar con los huesos en la cárcel o soltar una multa que lo dobla y lo balda de por vida.
Como, después de todo, el blanco escoge casarse, el matrimonio parece tener visos de válido; pero es una validez muy cuestionable y que ha dado origen al apelativo de “matrimonio a punta de revólver”.
Alguien me dijo no sé dónde que en las naciones hispanoamericanas prevalece la noción de que tanto el Derecho Canónico como los rescriptos todos de la Santa Sede mueren en Cádiz y jamás cruzan el Atlántico. Esta exageración cómica e inexacta pudiera aplicarse con más propiedad a Alaska y decir que todos los edictos del Vaticano mueren en Nueva York y nunca llegan a las lomas del Polo Norte.

Vida católica

Hasta aquí hemos pintado el lago negro de la cuestión; pero esta cuestión, como las monedas, tiene dos caras. Bien o mal, lo cierto es que los eskimales han sobrevivido a la invasión blanca y siguen creciendo y multiplicándose. Ha sido una verdadera supervivencia del más fuerte, pero al fin y al cabo supervivencia.
Dondequiera que se eleva un campanario católico, apenas se esparció la buena semilla, comenzó a crecer y a propagarse y a seguir dando retoños que son para alabar a Dios. Al ponerse en contacto con una raza pagana se palpa la necesidad de injertar en ella la doctrina de Cristo so pena de perderse todo por derroteros extraviados.
Sin religión el pagano civilizado se hace más diestro en amañar embustes, más ladrón, más lascivo, y un hipócrita perfecto como si le hubieran hecho a la medida. En cambio al abrazar el catolicismo se inicia en ellos una mejora en todos los sentidos.
Donde los eskimales viven incontaminados con los blancos y al abrigo del campanario católico, la parroquia es una réplica de las parroquias cristianas afamadas, donde se reciben los Sacramentos debidamente y donde se vive en paz como Dios manda.
Aquí mismo, en Kotzebue, tengo yo ejemplares que he tomado por modelo. Ahí está Effy la viuda, mi maestra de eskimal y mi fiel intérprete de sermones y explicaciones catequísticas. Rigurosamente hablando, está tullida y por ello está dispensada de venir a la iglesia. Otra menos fervorosa se agarraría a esa dispensa natural. Pero no así Effy.
En las mañanas de invierno, cuando la calma y serenidad de las nubes es la señal infalible de una temperatura baja frigidísima, Effy se levanta, se viste y viene a Misa.
Da pena verla caminar por la nieve. Las junturas todas y en especial las rodillas rehusan doblarse y funcionar; pero Effy camina, a pesar de todo, arrastrando unas piernas tiesas en las que ha hecho presa un reumatismo crónico de mal cariz, jadeando y despidiendo un aliento espeso que la envuelve como el humo de una chimenea, parándose acá y allá, pero siempre adelante camino de la iglesia.
Sabe que el arrodillarse es un martirio y me ha oído decir cien veces que está dispensada de arrodillarse aun durante la consagración; pero ni aun por esas. No concibe cómo puede un alma orar si no es de rodillas.
Es la mejor bordadora de la aldea y ganaba la vida cosiendo y haciendo abrigos de pieles para los blancos; pero últimamente el artritismo se ha extendido a las muñecas y a los dedos y la ha imposibilitado dar una sola puntada.
A veces tiene que estar en cama toda una semana. Jamás la he oído una sola queja ni asomo de queja. Todo va bien. Dios lo dió, Dios lo quitó ; sea su nombre bendito. Dios es su Padre y la ama, y ella se ha entregado a El, venga lo que venga y caiga lo que caiga. Aunque es la pobreza personificada, se considera millonaria por tener la conciencia tranquila. No habla mal de nadie. Todos son buenos.
Por Navidad me regaló unos guantes de punto que hizo a ratos durante el invierno, aunque sé que cada puntada fue un pinchazo sufrido con esa sonrisa que, si la tuviera otro, se consideraría el mejor de los mortales. Estoy viendo que cuando se muera la voy a hacer novenas como se las hacemos a los muertos en olor de santidad y a los canonizados.

Ejemplos de Fervor

Y aunque no tan perfectas al parecer como Effy, ahí están Marta y Memmy, abnegadas madres de familia, eskimales de pura cepa como Effy, fidelísimas en venir a todos los ejercicios de piedad, calladas, afables, rezadoras, caritativas, respetuosas con el Misionero, limpias y ordenadas y de vida tan intachable que nadie puede echarles en cara cosa alguna digna de reproche.
Ahí está Raquel que va de casa en casa diciendo a los cuákeros que ella es feliz desde que se hizo católica y que ellos se van al infierno si rehusan el bautismo.
No me deja ni a sol ni a sombra; siempre con preguntas religiosas que me hacen explicar todo lo que aprendí en las aulas de Teología y que ella devora con unos ojos muy abiertos, ansiosa de saber la respuesta correcta a todas las preguntas de los cuákeros ignorantes.
Dice que cuando yo explico los misterios de la religión mis palabras la saben a terrones de azúcar, mientras que cuando los cuákeros la instruían hace años, mientras más hablaban más perpleja se quedaba. Inútil decir que salidas de este jaez me hacen partir de risa. Ellos lo dicen como lo sienten, sin adobos, como a veces hacemos nosotros.
Y si de Kotzebue pasamos a los isleños de las islas de Nelson o King Island, nos encontrarnos con que aquellos eskimales hacen durante el día visitas al Santísimo Sacramento con un espíritu y un fervor que nos recuerdan lo que leemos de los primitivos cristianos.
Pero esto se debe en gran parte a que no saben una palabra de inglés, ni tienen entre ellos a blancos de costumbres depravadas. Los indios de las Montañas Roqueñas desprecian a los blancos y los tienen por seres inferiores.
Los eskimales, por el contrario, los admiran como a seres supraterrenos y tienden a imitarlos en todo, desde la borrachera hasta el divorcio.
Por eso es más de alabar el comportamiento de aquella mujer del Yukón que no quiso casarse con el almacenista blanco, joven y adinerado, por ser ateo y de modales poco cristianos. Más tarde la pobre mujer perdió las dos piernas, amputadas debajo de las rodillas, porque se le helaron en una tormenta en que se extravió a menos de un kilómetro de su aldea. Aún vive mientras esto escribo.
Cada vez que el Misionero visita aquel pueblo, la buena vieja se arrastra sola por la senda de nieve apisonada y no pierde la santa Misa ni un solo día, haga viento o no lo haga, llueva o nieve, tarde o temprano, salga el sol por Antequera o salga por donde quiera.
Tiene reservado para sí un asiento, y aquel asiento está infaliblemente ocupado todas las mañanas, aunque el temporal impida venir a los demás. Parece que el Espíritu Santo ha escogido aquella alma como mansión predilecta en la que se recrea como en un jardín de lirios.
Todo es alabar a Dios por sus bondades y todo es bendecirle por habernos redimido y por haberse quedado con nosotros en la Eucaristía. Esta actitud se presupone en una monja de clausura; pero no la esperaba uno en aquella vieja coja de las riberas del Yukón.
Estos son ejemplos excepcionales y casos raros, porque los santos son raros en cualesquiera parte. Tenemos acá y allá parroquias enteras de una vida espiritual excelente. Ya saben amasar buen pan y criar niños limpios y bien cuidados. Los maridos tratan a sus mujeres como a iguales y no como hacían antes, que las consideraban como esclavas. Aún no se ha llegado en todo esto al límite de la perfección, pero se va ganando terreno visiblemente.

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EN LAS LOMAS DEL POLO NORTE

martes, 2 de junio de 2009


POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.

PRELIMINARES HISTORICOS

Las lanchas Balleneras

Al estudiar el estado religioso y social de los eskimales, que viven desparramados por las costas del mar glacial desde la desembocadura del Yukon hasta la del río Mackenzie, en el norte del Canadá, nos encontramos con que la mayor catástrofe que visitó a estos indígenas fue el haberse puesto en contacto con las expediciones balleneras antes que con ninguna otra clase de hombres blancos.

Los blancos de aquellas expediciones fueron para ellos seres misteriosos, como los soldados de Cortés para los indios mejicanos. La diferencia, sin embargo, está en que Cortés rezaba las horas de Nuestra Señora en un librito que llevaba siempre en el bolsillo, mientras que los capitanes de los barcos balleneros eran individuos desalmados, más voraces que vampiros y de conciencias anchas como los mares que navegaban.

La vida en las lanchas balleneras no era vida de recreo. La dureza y privaciones de aquella vida se hicieron tan proverbiales en las costas del Pacífico, que se hizo punto menos que imposible reclutar expedicionarios, a pesar de los salarios ultra-pingües que se ofrecían. Entonces se acudió a un proceso de reclutamiento tan bárbaro que difícilmente habrá sido superado desde los días de Nabucodonosor y Ciro.

Cuando el barco estaba ya listo en la bahía de San Francisco de California y no quedaba más que la dotación de mozos vigorosos, los oficiales visitaban las tabernas ele la ciudad y emborrachaban a veinte treinta, cincuenta o cuantos se necesitasen para el proyectado viaje.

A estos mozos vagabundos, con bigotes ensortijados, que escupían por el colmillo y vivían de atracos y borracheras, una vez embriagados hasta perder el conocimiento, los metían en coches y de los coches los descargaban en la cubierta del barco como si fueran fardos de sal.

Cuando al cabo de veinticuatro horas volvían en si y comenzaban a restregarse los ojos y a rebullir, se veían en alta mar arrullados por las olas cargadas de salitre, y allí, de pie junto a ellos, había un oficial con un látigo, que los iba distribuyendo metódicamente y con frases cortas por los diversos empleos manuales de a bordo. Si querían, podían escapar, pero ninguno lo intentaba. Nadar cien kilómetros no es cosa tan baladí como pudiera parecer.

Excesos y Abusos

Esa lancha ballenera, que estamos estudiando, no va sola. Con ella y con dotaciones similares navega toda una flota de balleneras, que se desperdigan a velas desplegadas por el mar glacial, infestado de bloques de hielo en pleno verano.

En sus idas y venidas, las balleneras anclaban en las aldeas eskimales de la costa y traficaban con los indígenas. Aquellos marineros forzados, que habían pasado medio año en alta mar trabajando como burros de carga, al cebar pie a tierra y ponerse en contacto con las aldeanas del país, se daban a toda clase de excesos sin parar mientes en escrúpulos de moral ni estética, como sátiros de paganismo legendario.

Las indígenas no estaban acostumbradas a semejante tratamiento. Pronto corrió la voz entre los habitantes de que aquellas flotas balleneras eran verdaderas plagas de langosta, y se aprestaron a la defensa ; pero los marineros no eran gente que se intimidaba, y lo único que tuvieron qua hacer para conseguir su intento fue cambiar de táctica.

Bajaban a tierra con botellas de aguardiente que daban a los indígenas sin distinción. Como aquellos estómagos aborígenes no estaban acostumbrados al licor, beber un trago y rodar por el suelo como picados por víboras, era todo uno.

Cuentan qua al emborracharse adoptaban estado y ademanes de locos desatados. A unos les ciaba por matar y a otros por matarse, siendo rarísimos los casos de borrachos a quienes les daba por cantar o decir necedades sin más extralimitaciones. Como el tigre que, según dicen, una vez que gusta carne y sangre humanas ya no quiere otro manjar, así nuestros inocentes eskimales una vez que gustaron los efectos peregrinos del aguardiente, ya no podían vivir sin él.

Los marineros lo conocieron y procuraron sacar ventaja; en vez de llevar a tierra el aguardiente, llevaban las mujeres a las lanchas donde tenían verdaderas orgías y las comilonas más desenfrenadas. Dando un paso más, enseñaron a los indígenas a fabricar bebidas alcohólicas con harina, cebada y melazas; bebidas fortísimas y cuasi venenosas que sembraron la miseria por toda la región.

Los Naloagmi

Entre las focas del país hay una de piel blanca que los eskimales llaman naloag. Al ver las caras rubias de los marineros, los indígenas las compararon a la piel de esas focas y llamaron a los blancos naloagmi, o sea, el que vive dentro de una piel blanca, nombre con que me han saludado a mi por activa y por pasiva.Por eso, en estas regiones inmensas que se extienden al norte del Circulo Polar y se empalman con los hielos eternos que las unen al Polo Norte, la palabra naloagmi es sinónima de gente blanca, joven y sin conciencia, amiga de guitarras y borracheras, sin escrúpulos, sin religión, sin respeto a nada que tenga visos de sagrado.

Los ministros protestantes

Tras las balleneras vinieron las expediciones de ministros protestantes; gente sin preparación ninguna para predicar el evangelio genuino de Jesucristo; ministros sin ordenar, casados y con hijos, que cayeron aquí como bandadas de buitres tragadores, con ojos de lince para explotar y con almas farisáicas, mucho más ladinas que las de Caifás y compañía.

Lo primero que hicieron fui distribuirse las aldeas para evitar la competencia y poder sacar el jugo a los indígenas sin contradicción. En sus iglesias sectarias se hizo dogma de fe el siguiente triple estado de las almas redimidas.

Los que daban al ministro el diez por ciento de cuanto ganaban, cazaban, pescaban o en manera alguna adquirían, esos iban al cielo ciertísimamente. Los que defraudaban algo del diez por ciento, iban al cielo ciertamente. Los que defraudaban una ración considerable, iban al cielo dudosamente. Quedaba, por fin, un cuarto estado que no merecía el nombre de estado, y era el de aquellos que no daban nada. Esos se condenaban irremisiblemente. Por desgracia aun esta en vigor este dogma que tuvo su origen en aquella escuela del Templo de Jerusalén, regentada por aquellos escribas y fariseos a quienes Jesucristo llamó serpientes e hijos de víboras.

La norma, pues, por la que se computa en estas sectas cl grado de gloria en el cielo, es la bolsa mayor o menor que entregan al ministro del Crucificado. Tres veces al tufo tienen lo que llaman “conferencias” y obligan a venir de las aldeas limítrofes a todas las personas alistadas en la secta.

El Sermón del Juicio Final

Aquí, en Kotzebue, tienen la Casa Central con un salón repleto de bancos que llaman "la iglesia", sin cruz, sin altar, sin imágenes, sin cuadros, sin nada que pudiera recordarles escenas relacionadas con la vida venidera.
Bien apretados en esos bancos, escuchan un sermón en el que se les dice que todas las profecías acaban de cumplirse, y que el Juicio final es cosa de unos meses.
Hace varios años predijeron el Juicio final el 14 de marzo al atardecer. Luego el 7 de agosto a medio día, y finalmente el 3 de noviembre al amanecer. Los pobres eskimales esperaban en estado agónico el cataclismo y se quedaban estupefactos al ver que el día anunciado nacía y moria como los demás.
Para evitar que los más discretos sacasen conclusiones desastrosas para la secta, el ministro vociferaba que todavía no estaban preparados para el Juicio y que Dios, en su infinita misericordia, había prorrogado la disolución general.
Ahora Dios se va cansando ya de prórrogas y parece que nos va a matar a todos cualquier día. Los eskimales, en consecuencia, tienen a Dios verdadero pánico, como si se tratara de un tirano sin entrañas que proyectara caer sobre ellos por sorpresa y degollarlos a todos sin compasión.
Durante la semana que duran esas conferencias el salón sectario se convierte en una Babel que sólo puede tener lugar en Un país democrático. Todos gritan, todos lloran, todos tienen visiones, todos tiemblan y ninguno se entiende. Jesucristo va a venir.
Cuando se calman un poco, los más santos se adelantan y confiesan en voz alta sus pecados. Adulterios recientes, mencionando los nombres de los cómplices, robos, fornicaciones, malos pensamientos, malas palabras y peores obras, todo sale a la plaza en medio de un silencio que interrumpen sollozos mal cohibidos.
Cuando los más santos han terminado sus confesiones, se invita a los no tan perfectos. Si vacilan un poco, se les riñe a voces y salen al escenario a confesarse. Finalmente los imperfectos, que no quieren en modo alguno confesar sus maldades, son arrastrados y obligados a limpiar su alma confesándose delante de todos. Al día siguiente se repite la operación, para lo mismo repetir mañana».

Sacrificio y Dificultades

La iglesia se abre a las ocho de la mañana. A las doce salen y a las dos se vuelve a tocar la campana, que los reune en el salón hasta las cuatro de la madrugada siguiente.
No lo creería yo, si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Recuerdo que algunos días llovía copiosamente y desde la ventana los veía yo venir cargados de chiquillos mojados, chapoteando lodo, alegres y risueños porque así se preparaban bien para la pronta venida de Jesucristo. Si obligase yo a mis católicos a una cuarta parte de mortificación y vencimiento, estoy seguro que me fallarían en masa.
El caso es más misterioso de lo que a primera vista parece. Durante la semana de conferencias no cazan, ni pescan, ni trabajan, ni apenas comen. Nada les importa nada. Lo único que los fanatiza entonces es la perspectiva de Jesucristo viniendo por las nubes a exigir cuentas atrasadas.
Las doctrinas falsas, las sectas heréticas, el culto velado a Satanás, las religiones e iglesias puritanas exigen con frecuencia a sus adeptos sacrificios muy subidos.
La Iglesia católica, en comparación, es una Madre cariñosísima que mira por sus hijos con autor verdaderamente maternal. Cuando sientan sus caricias los infieles, se convertirán indudablemente. Más fácil es confesarse con un sacerdote católico que tener que hacerlo en público y con la obligación de nombrar los cómplices; caso en cierto modo anti-social y que se debía prohibir por una ley en toda regla.
En la aldea de Noatak, al norte de Kotzebue, se separó un matrimonio porque ella se confesó de baben sido infiel al marido, sin habérselo dicho antes a él. No perdamos de vista que estamos tratando de salvajes. Si se dicen mutuamente sus infidelidades a un tercero, entonces se rompen las relaciones. La disciplina católica funciona pacíficamente aun entre los salvajes a quienes mejora incluso socialmente.
Cuando San Francisco Javier se internó en la India y en el Japón encontró, sí, el obstáculo natural de los bonzos y boncerías y de los brahmanes, diestros en el sánscrito y depositarios de civilizaciones multiseculares; pero pudo enfrentarse con ellos libremente y predicarles a Jesucristo tal cual es, o sea, tal cual aparece en los Evangelios y. en las Epístolas de San Pablo. La semilla caía en terreno virgen.
Si le hubieran precedido grupos de ministros luteranos que llevaban la Biblia debajo del brazo, y predicaban a Jesucristo tal cual ellos se le imaginaban, entonces la labor del santo navarro hubiera sido doblemente penosa y cuesta arriba.
Primero había que demostrar que Lutero, Calvino y demás caterva de soberbios no daban en el blanco; y, si lograba hacerse escuchar y vencía en la refriega, tenía luego que empezar por el A B C y vigilar las maniobras del ministro vecino, casado y con levita.
Aquí, en Alaska, las estaciones o puestos misioneros católicos se redujeron al Yukón, a los mineros vagabundos y a las costas del sur de Nome. La primera invasión del territorio enemigo no se efectuó hasta el año 1929 ayer, como quien dice cuando el malogrado P. Delón reunió 15.000 dólares y levantó la casa e iglesia de Kotzebue, aquí en el corazón mismo de la esfera de acción de los cuákeros o ministros sectarios.

El Ministro de Kotzebue

El ministro que residía en Kotzebue el año 1929 había sido tabernero. Se casó con una beata cuákera, fanática, y los dos decidieron hacerse misioneros.
El buen tabernero asomaba la oreja con demasiada frecuencia. En una riña que tuvo con una enfermera del hospital territorial, la Llamó un nombre tan obsceno que ella ni quiso ni pudo aguantar. Le citó a los tribunales con testigos y el misionero postizo tuvo que pagar la multa nada irrisoria de mil dólares.
En otros encontronazos con gente decente se desató más de lo debido, por lo cual fue despedido de la secta cuákera. Al día siguiente se independizó y empezó una secta suya. Yo mismo pude ver en un barrio de Nome la campanilla que colgó a la puerta de una casa arrendada que convirtió en capilla.

Los soldados de Washington

Detrás de los ministros sectarios vinieron compañías enteras de soldados que el gobierno de Washington colocó en lugares estratégicos desde Nome hasta Tanana; desde San Miguel basta Skagway. Más tarde se vio que era un gasto inútil y las compañías fueron repatriadas. Pero dejaron en Alaska huellas que tardarán mucho en borrarse. Varias veces al preguntar por el padre de algún mestizo se me ha respondido con aire de admiración: «¡Un soldado!», como si quisieran decir: “¿Pues quién iba a ser?»
Con la petaca llena y la cantimplora mediada de aguardiente los soldados iban de acá para allá en trineos oficiales entonando canciones poco santas y pernoctando en aldeas sin cuartel ni centinelas. Como aquellos soldados distaban mucho de ser Javieres, la reputación de los blancos en la mentalidad indígena bajaba y bajaba como el mercurio en los termómetros de Kotzebue los días sin viento del mes de Enero.

Tristes Resultados
El resultado de todos estos factores no pudo haber sido más desastroso para los indígenas. Hubo, claro está, algunas mejoras materiales. Los indígenas aprendieron a lavarse la cara, a peinarse, a cambiar la ropa antes de que cayese hecha pedazos de puro usarla sin mudarla, y mejoraron un poco las viviendas; pero el nivel moral estuvo muy lejos de subir.
La sangre eskimal se vio mezclada con la peor sangre blanca que se puede imaginar. Lo blanco prevaleció sobre lo indígena y los eskimales comenzaron a usar alimentos blancos y a vestirse ropa traída de los Estados Unidos.
La harina había sido alimento del todo desconocido. Cuando los barcos mercantes empezaron a traer verdaderas montañas de sacos de harina, los indígenas se acostumbraron al pan y afirmaban que ya no podían comer sin pan; pero lo que ellos amasaban no era pan; era una especie de bizcocho mal tostado que los mismos perros no comían a no ser en casos de hambre extrema.
Los eskimales mojaban los bizcochos en aceite de foca y los deglutían enteros, como los pavos tragan las nueces. Siguieron luego indigestiones y dolores de estómago, pero ellos no se preocupaban por la sencilla razón de que el eskimal no se preocupó en serio de vivir o morir. A fines de siglo vino una epidemia que barrió pueblos enteros y diezmó la población. Por fin los rebaños submarinos de ballenas gigantes abandonaron las costas de Alaska y las flotas balleneras des-aparecieron como por encanto.

Los Mestizos

Los mineros de 1898 se esparcieron rápidamente por toda la península y contribuyeron a llenar de mestizos las regiones mineras. Muchos mineros perecieron víctimas del frío y de las privaciones inherentes al clima; otros se volvieron a sus casas, y únicamente los mejor dotados físicamente permanecieron en Alaska.
Una buena parte de ellos se casó con mujeres eskimales y nos dió esta raza mestizoide que nos rodea dondequiera que vayamos. La situación de estos mestizos es bastante deplorable.
En primer lugar los varones son mozos inútiles, haraganes, viciosos, borrachos y sin pizca de ambición noble y loable. Se pueden contar con los dedos de una mano los mestizos decentes que he topado en mis marchas y contramarchas por estas latitudes al norte del Círculo Polar.
En cambio, las hembras parece que nacen con mejor estrella. En primer lugar ganan mucho en corrección de facciones. Desde los quince hasta los veinticinco amos pasan por señoritas blancas y las igualan en pudor y vergüenza natural femenina.
Por desgracia, no hay blancos elegibles, y las pobres chicas se marchitan en deseos inútiles de tomar por esposos hombres dignos de sus sueños; hombres que no encuentran entre sus co-mestizos de quienes abominan, ni entre los eskimales de pura cepa a quienes desprecian como a seres inferiores, ni entre los blancos que quedan en las minas, viejos ya y con los dientes ralos y negros por la malhadada pipa que no dejan si no es para comer y dormir.
Cuando llegan a los veinticinco años se desesperan y unas tiran por un camino y otras por otro de los tres arriba indicados. Creo que las más acertadas son las que vuelven a los puerros y cebollas de Egipto, o sea, las que toman por esposos a eskimales puros.La razón es obvia. Con un eskimal por esposo, ellas son las mandonas y las que lo disponen todo, aunque los niños nazcan con facciones predominantemente indígenas que ellas aborrecen.
Las que se casan con mestizos se embarcan en una nave, que las lleva a velas desplegadas por los mares procelosos del hambre, de la necesidad y de la miseria en todos sus aspectos. Si acaso aciertan a ganar un duro, aquella noche están los dos borrachos.
Si tienen buena suerte y ganan dos duros, uno es para vino y el otro para cigarros que aquí cuestan un ojo de la cara. Creo no exagerar si digo que el número de mujeres fumadoras iguala fácilmente al de los fumadores.
Por último, las que se casan con un blanco son las más desgraciadas. Tienen, sí, mejores botas y faldas más vistosas, pero ahí termina todo.
El blanco lee revistas y libros y quiere hablar del porvenir de Polonia y Checoeslovaquia, o gusta discutir los pros y contras de las dictaduras y democracias. La pobre mestiza no sabe la diferencia que hay entre Polonia y la Cochinchina, ni sabe qué es dictadura ni qué es democracia. El blanco se venga llamándola salvaje y otros nombres saturados de oprobio e ignominia hasta que a ella se le atufan las narices y responde indignada con nombres que no se pueden estampar aquí. Si una roca disparada por una catapulta choca en el aire con otra roca igualmente pesada y disparada, el resultado es un montón de arena en el suelo.

Cárceles y policías

Más tarde vinieron mejores ejemplares de blancos y la situación mejoró un poco, sobre todo en los centros más populosos. El establecimiento de cárceles y policías ayudó no poco a esta mejora. Ya no es tan fácil cometer crímenes y seguir como si allí no hubiera pasado nada.
Desde hace unos años está vigente una ley no escrita ni promulgada, pero sancionada por una tradición que jamás ha dejado de fallar en ningún caso particular.
En virtud de esta ley todo blanco convicto y confeso de ser el padre de la criatura de una indígena soltera, es por el mero hecho forzado a casarse con ella, a no ser que prefiera dar con los huesos en la cárcel o soltar una multa que lo dobla y lo balda de por vida.
Como, después de todo, el blanco escoge casarse, el matrimonio parece tener visos de válido; pero es una validez muy cuestionable y que ha dado origen al apelativo de “matrimonio a punta de revólver”.
Alguien me dijo no sé dónde que en las naciones hispanoamericanas prevalece la noción de que tanto el Derecho Canónico como los rescriptos todos de la Santa Sede mueren en Cádiz y jamás cruzan el Atlántico. Esta exageración cómica e inexacta pudiera aplicarse con más propiedad a Alaska y decir que todos los edictos del Vaticano mueren en Nueva York y nunca llegan a las lomas del Polo Norte.

Vida católica

Hasta aquí hemos pintado el lago negro de la cuestión; pero esta cuestión, como las monedas, tiene dos caras. Bien o mal, lo cierto es que los eskimales han sobrevivido a la invasión blanca y siguen creciendo y multiplicándose. Ha sido una verdadera supervivencia del más fuerte, pero al fin y al cabo supervivencia.
Dondequiera que se eleva un campanario católico, apenas se esparció la buena semilla, comenzó a crecer y a propagarse y a seguir dando retoños que son para alabar a Dios. Al ponerse en contacto con una raza pagana se palpa la necesidad de injertar en ella la doctrina de Cristo so pena de perderse todo por derroteros extraviados.
Sin religión el pagano civilizado se hace más diestro en amañar embustes, más ladrón, más lascivo, y un hipócrita perfecto como si le hubieran hecho a la medida. En cambio al abrazar el catolicismo se inicia en ellos una mejora en todos los sentidos.
Donde los eskimales viven incontaminados con los blancos y al abrigo del campanario católico, la parroquia es una réplica de las parroquias cristianas afamadas, donde se reciben los Sacramentos debidamente y donde se vive en paz como Dios manda.
Aquí mismo, en Kotzebue, tengo yo ejemplares que he tomado por modelo. Ahí está Effy la viuda, mi maestra de eskimal y mi fiel intérprete de sermones y explicaciones catequísticas. Rigurosamente hablando, está tullida y por ello está dispensada de venir a la iglesia. Otra menos fervorosa se agarraría a esa dispensa natural. Pero no así Effy.
En las mañanas de invierno, cuando la calma y serenidad de las nubes es la señal infalible de una temperatura baja frigidísima, Effy se levanta, se viste y viene a Misa.
Da pena verla caminar por la nieve. Las junturas todas y en especial las rodillas rehusan doblarse y funcionar; pero Effy camina, a pesar de todo, arrastrando unas piernas tiesas en las que ha hecho presa un reumatismo crónico de mal cariz, jadeando y despidiendo un aliento espeso que la envuelve como el humo de una chimenea, parándose acá y allá, pero siempre adelante camino de la iglesia.
Sabe que el arrodillarse es un martirio y me ha oído decir cien veces que está dispensada de arrodillarse aun durante la consagración; pero ni aun por esas. No concibe cómo puede un alma orar si no es de rodillas.
Es la mejor bordadora de la aldea y ganaba la vida cosiendo y haciendo abrigos de pieles para los blancos; pero últimamente el artritismo se ha extendido a las muñecas y a los dedos y la ha imposibilitado dar una sola puntada.
A veces tiene que estar en cama toda una semana. Jamás la he oído una sola queja ni asomo de queja. Todo va bien. Dios lo dió, Dios lo quitó ; sea su nombre bendito. Dios es su Padre y la ama, y ella se ha entregado a El, venga lo que venga y caiga lo que caiga. Aunque es la pobreza personificada, se considera millonaria por tener la conciencia tranquila. No habla mal de nadie. Todos son buenos.
Por Navidad me regaló unos guantes de punto que hizo a ratos durante el invierno, aunque sé que cada puntada fue un pinchazo sufrido con esa sonrisa que, si la tuviera otro, se consideraría el mejor de los mortales. Estoy viendo que cuando se muera la voy a hacer novenas como se las hacemos a los muertos en olor de santidad y a los canonizados.

Ejemplos de Fervor

Y aunque no tan perfectas al parecer como Effy, ahí están Marta y Memmy, abnegadas madres de familia, eskimales de pura cepa como Effy, fidelísimas en venir a todos los ejercicios de piedad, calladas, afables, rezadoras, caritativas, respetuosas con el Misionero, limpias y ordenadas y de vida tan intachable que nadie puede echarles en cara cosa alguna digna de reproche.
Ahí está Raquel que va de casa en casa diciendo a los cuákeros que ella es feliz desde que se hizo católica y que ellos se van al infierno si rehusan el bautismo.
No me deja ni a sol ni a sombra; siempre con preguntas religiosas que me hacen explicar todo lo que aprendí en las aulas de Teología y que ella devora con unos ojos muy abiertos, ansiosa de saber la respuesta correcta a todas las preguntas de los cuákeros ignorantes.
Dice que cuando yo explico los misterios de la religión mis palabras la saben a terrones de azúcar, mientras que cuando los cuákeros la instruían hace años, mientras más hablaban más perpleja se quedaba. Inútil decir que salidas de este jaez me hacen partir de risa. Ellos lo dicen como lo sienten, sin adobos, como a veces hacemos nosotros.
Y si de Kotzebue pasamos a los isleños de las islas de Nelson o King Island, nos encontrarnos con que aquellos eskimales hacen durante el día visitas al Santísimo Sacramento con un espíritu y un fervor que nos recuerdan lo que leemos de los primitivos cristianos.
Pero esto se debe en gran parte a que no saben una palabra de inglés, ni tienen entre ellos a blancos de costumbres depravadas. Los indios de las Montañas Roqueñas desprecian a los blancos y los tienen por seres inferiores.
Los eskimales, por el contrario, los admiran como a seres supraterrenos y tienden a imitarlos en todo, desde la borrachera hasta el divorcio.
Por eso es más de alabar el comportamiento de aquella mujer del Yukón que no quiso casarse con el almacenista blanco, joven y adinerado, por ser ateo y de modales poco cristianos. Más tarde la pobre mujer perdió las dos piernas, amputadas debajo de las rodillas, porque se le helaron en una tormenta en que se extravió a menos de un kilómetro de su aldea. Aún vive mientras esto escribo.
Cada vez que el Misionero visita aquel pueblo, la buena vieja se arrastra sola por la senda de nieve apisonada y no pierde la santa Misa ni un solo día, haga viento o no lo haga, llueva o nieve, tarde o temprano, salga el sol por Antequera o salga por donde quiera.
Tiene reservado para sí un asiento, y aquel asiento está infaliblemente ocupado todas las mañanas, aunque el temporal impida venir a los demás. Parece que el Espíritu Santo ha escogido aquella alma como mansión predilecta en la que se recrea como en un jardín de lirios.
Todo es alabar a Dios por sus bondades y todo es bendecirle por habernos redimido y por haberse quedado con nosotros en la Eucaristía. Esta actitud se presupone en una monja de clausura; pero no la esperaba uno en aquella vieja coja de las riberas del Yukón.
Estos son ejemplos excepcionales y casos raros, porque los santos son raros en cualesquiera parte. Tenemos acá y allá parroquias enteras de una vida espiritual excelente. Ya saben amasar buen pan y criar niños limpios y bien cuidados. Los maridos tratan a sus mujeres como a iguales y no como hacían antes, que las consideraban como esclavas. Aún no se ha llegado en todo esto al límite de la perfección, pero se va ganando terreno visiblemente.

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Rosario Serrano
soy diseñadora gráfica y profesora de religión y de lengua y literatura
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