MISIONES - 28 AÑOS EN ALASKAPOR SEGUNDO LLORENTE, S.J.(continuación)

20:05

ACERCANDONOS AL POLO NORTE

Regreso a Alaska Al cabo de dos años de permanencia con los eskimales de las riberas del Yukón, fui llamado a los Estados Unidos con el fin de hacer allí la Tercera Probación, algo así como los últimos retoques que la Compañía de Jesús da a sus noveles sacerdotes antes de echarnos definitivamente a volar por esos mundos.

Fue un año de paz espiritual adquirida en el silencio de la Casa de Retiro; paz que se vio alterada con frecuencia por el ruido ensordecedor del rodar interminable de trenes, autos, tranvías y otros vehículos que hacen en los Estados Unidos la vida poco menos que insoportable. Después de una visita a dos Comunidades de Religiosas mejicanas en California, terminada felizmente la Tercera Probación, me embarqué de nuevo con rumbo a mi querida Alaska. Esta vez el viaje no me impresionó tanto como cuando lo hice por primera vez. Casi me atrevería a decir que ni siquiera me impresionó.

Costas abruptas salpicadas de cumbres coronadas de nieve, pasaban por la retina de mis ojos sin dejar la más mínima impresión. Villorrios de pescadores, aldeas del interior, Anchorage, minas de oro, Fairbanks, el Yukon... nada me impresionó. Cerrado en el camarote, pude dormir unas siestas más largas que un día de lluvia en una caseta mal retejada.

De Akulurak a Kotzebue.

Al llegar a Nulato me echaron el alto y tuve que bajar del vaporcito fluvial que marchaba agua abajo camino del Estrecho de Bering. El P. Superior de la Misión me estaba esperando en Nulato para decirme que había decidido cambiarme el destino de Akulurak. Yo debía descansar otro poco con otras siestas más largas aún que las pasudas, y luego debía esperar al primer aeroplano que volara en dirección norteña. Allá, encima del Círculo Polar, casi a un tiro de piedra del Polo Norte, está una aldea que llaman Kotzebue. Tiene una casita muy maja y una iglesia también muy maja, pero no tiene misionero. Y yo iba a ser el misionero de Kotzebue.

Con las maletas aun en la mano envié mentalmente y en una fracción de segundo mi adiós de despedida a mi inolvidable Akulurak. Aquel sitio lo apellidé «el suspiro del moro», pues no creo que el asendereado Boabdil sintiera despedirse de Granada más que sentí yo despedirme de Akulurak. Mc esperaban en Akulurak diez cachorros formidables que yo había medio domado, y que quedaron llorando cuando yo marché. Me esperaban sesenta huerfanitas y cuarenta huerfanitos, que deseaban danzar al compás de un acordeón nuevo que llevaba en el baúl. Me esperaban cinco Madres Ursulinas, que ya se estaban preparando para hacer, los Ejercicios, donde esperaban oír maravillas acerca de Santa Teresa, San Ignacio, San Juan de la Cruz y otros Santos españoles de nombradía.

Me esperaban los aldeanos de los contornos, que ansiaban volver a escuchar mi eskimal desastroso, con el que les imitaba sus sonidos infrahumanos. Me esperaban los ajedrecistas de la Misión, confiados en que al cabo de un año de no jugar me podrían dar a mansalva las palizas más soberanas. Y yo esperaba con ansia ver de nuevo todo esto... y no me fui dado. Akulurak es un oasis, y yo debía emprender rumbos nuevos por desiertos desconocidos. Descansé tres días en Nulato. Allí me enteré de que tres aldeas del Yukon habían sido abandonadas por imposibles, como Babilonia, que no quiso ser sanada.

Desde que se abrogó la ley seca, el aguardiente está arruinando estas comarcas. En los alma-cenes se venden litros de licor sin descanso. Como el organismo de los eskimales es mucho mas débil que el nuestro, bastan dos copas para derribar por tierra al eskimal más forzudo. Total: que la borrachera está diezmando la población. El eskimal ya no compra calcetines, ni harina, ni café. Compra aguardiente y se emborracha, y emborracha a la mujer y a los hijos.

En el cementerio de Nulato había docenas de cruces que marcaban el yacimiento de niños inferiores a dos años. La sangre de los padres está alcoholizada. Al niño no le queda más salida que morirse de anemia. Todos los esfuerzos para poner fin a la borrachera resultan inútiles. La única solución era ahorcar al almacenista blanco que vende aguardiente a los indígenas. Pero eso no se puede hacer, por dos razones: lo prohíbe el quinto mandamiento, y, aunque no lo prohibiera, los Estados Unidos creen aún en la democracia.

Volando sobre el Circulo Polar

Por fin llegó el aeroplano. Era un aeroplano pequeño rojo, rojo, como si acabara de ser teñido en sangre. El aviador era ateo, pero me dijo que me Llevaba de balde porque su mujer, judía, lo había amenazado con el divorcio el día que cobrara un céntimo a un misionero católico. Kotzebue estaba fuera de su ruta; pero sentía una satisfacción inmensa de poder rodear 100 kilómetros y dejarme sano y salvo en Kotzebue. Y así fue.

Me senté en el pescante, y nos remontamos por los aires a 3.000 metros de altura. Debajo se veían pasar colinas, valles, llanuras, lagos, rías que zigzagueaban en todas direcciones, basta que al cabo de dos horas nos vimos sobre la bahía de Kotzebue. En los mapas que llevábamos pude ver el sitio exacto por donde pasa esa línea imaginaria que llamamos Círculo Polar. «Adiós» le dije al Círculo; y continuamos en nuestro vuelo. Cincuenta kilómetros encima del Círculo pude ver extendida a lo largo de la costa la famosa aldea de Kotzebue: la más famosa de todas estas aldeas, aunque en España sea perfectamente desconocida.

Al volar en círculos concéntricos sobre la aldea, se veían grupos de personas que corrían al aeródromo. Al aterrizar me vi enfrente de caras eskimales nuevas para mí. Les saludé con el eskimal del Yukon, pero no me respondieron. Aquí hablan un dialecto para mí ininteligible. ¡Vaya por Dios; hay que arremeter con otra lengua! Eran las once de la noche cuando llegamos, pero se veía perfectamente, pues aquí no se pone el sol en el verano, es decir, en el mes de junio. En julio se puede rezar el Breviario a media noche paseando fuera de casa. En el invierno se vuelven las tornas, y no hay luz solar fuera de unas horas hacia el mediodía.

Mi Nueva Casa

Entré en casa y tomé posesión de ella; y lo mismo hice con la iglesia. No dormí, aunque me acosté unas horas, y después de Misa me puse a ordenar la vivienda. Se entenderá fácilmente el estado lamentable en que la encontré, si digo que tardé cincuenta y siete días justos en ordenarla y en hacer de ella una morada decente. Fui menester algún trabajo de carpintería. Yo en mi vida había cogido un martillo; pero la necesidad es la madre de la invención.

Con serrotes, tenazas, martillos, clavos y madera mejor o peor vestido de mono como un marxista de Madrid, hice unos armarios, y unas alhacenas, y unos bancos que, después de pintados, parecían recién comprados en alguna almoneda. Lo importante fue que di feliz remate a toda la obra con un solo martillazo en el pulgar izquierdo. Y aun ese martillazo no fue cosa mayor. Me acordé (le lo de «ciento en el clavo y uno en la herradura». En un cobertizo trasero; repleto de trastos inútiles, me encontré con las alas del famoso aeroplano “Marquette”, el que se estrelló en octubre de 1930 con la muerte de dos misioneros y el piloto. Se estrelló a trescientos pasos de aquí, ante la aldea toda que se había congregado para verlos elevarse. Lo peor del caso es que el accidente ocurrió sin necesidad de que ocurriera.

El P. Walsh nunca había volado. El P. Superior le invitó a dar un vuelecito de diez minutos y... ¡cataplum! Me cuentan que a los infelices no les quedó un hueso sano: los ojos fuera de las órbitas, etc., etc. Al día siguiente se heló la bahía, cayó una nevada regular, y todo siguió como si no hubiera ocurrido nada. Las alas del artefacto están aquí en mi cobertizo. Cada vez que las miro me llenan de escalofríos; creo que las voy a quemar. Desde el accidente de aeroplano hasta mi llegada pasaron por aquí nada menos que ocho misioneros, uno tras otro, y ninguno echó raíces. El Sr. Obispo sin duda para halagar mi vanidad me aseguró que ésta es la Misión más dura de Alaska. No por el frío en Alaska el frío se da por supuesto, ni por la lejanía, pues el aeroplano ha puesto fin a las distancias, sino por la gente. La gente es la que ha puesto en fuga a los Misioneros.

Las Minas de Oro y los cuákeros.

En 1898 se descubrieron por aquí varias minas de oro. Miles de blancos se esparcieron por estas latitudes en busca del precioso metal. Se abrieron almacenes y se armaron buques especiales que transportaban mercancías a estas playas del fin del mundo. Hoy el oro ha desaparecido casi por completo; pero aún quedan yacimientos acá y allá donde viven hombres barbudos embrutecidos por el trabajo y la vida semisalvaje. Algunos cuákeros, restos desligados de algo que fue protestante, vieron que aquí no había iglesias de ningún género. Se sintieron apóstoles y abrieron una Misión en cada una de estas aldeas.

El código que predicaban no tenía más que tres artículos:I. ° Pagar diezmos a la Iglesia de Dios. 2. ° No jugar, no beber, no bailar, no ir al cine, no reírse. 3. ° Los cuákeros, y sólo ellos, se salvan. Los demás se condenan. Cuando en 1929 abrieron aquí los Jesuitas una Misión, se añadió un cuarto articulo al código de marras: «Los católicos son demonios disfrazados de hombres.» Y estos pobres eskimales han venido pagando diezmos a estos aventureros del dólar por espacio de cuarenta años. Si cazan diez zorras, una es para el cuákero predicador. Si cazan una y la venden por veinte dólares, dos son para el misionero, etc., etc. Cuando un misionero se hace rico, deja el puesto a otro, y éste a otro, etc., etc.

Lutero no soñó que sus premisas llevaban forzosamente a estas conclusiones como los cuákeros son el pueblo escogido, no necesitan bautismo. Nacen como ángeles y no necesitan ser lavados. Todos los eskimales de estas comarcas, hasta 1929, murieron sin el bautismo. Para suplir la falta de altares, velas, incienso y Sacramentos, se da poder a todos y a cada uno de los eskimales para predicar la Palabra de Dios en el templo. Y así es que en las reuniones religiosas se levantan a exponer a los demás el medio más rápido de asegurarse la salvación. Pero como el corazón humano necesita algún consuelo, algo de regocijo, diversiones y demás, y como el código cuákero prohíbe todo esto, muchos eskimales mandaron el código a paseo y se fueron al otro extremo, llenando las aldeas de borrachos y de hijos ilegítimos.

La Misión Católica

En 1929 se abrió esta casa. A los dos años había en el registro 123 bautismos, contando niños. Todas las almas sinceras vieron la diferencia y se nos vinieron con los brazos abiertos. Pero a los demás les halagaba demasiado la idea de que eran el pueblo escogido, el arca de Noé, fuera de la cual se ahoga todo el mundo. Por eso se quedaron. Además, en nuestra iglesia no les estaba permitido levantarse los domingos durante la Misa y exponer algún pasaje del Deuteronomio a los circunstantes. Por eso se quedaron. Claro que los diezmos son en si cosa peliaguda; pero prefieren seguirlos dando.

Cuando el demonio echa la zarpa, agarra que se las pela. Hoy Kotzebue es esto: una aldea de 350 habitantes; 40 blancos ateos, 80 católicos y el resto nada. Todas las tardes vienen las indias a enseñarme la lengua de la región. Cuando nos cansamos de pronunciar sonidos duros y de escribir palabras larguísimas, me cuentan con detalles cien episodios de la vida de estas gentes. Cuando se estrelló el aeroplano, los cuákeros aplaudieron y dieron gracias a Dios, que les había escuchado sus peticiones. Las peticiones eran que Dios barriera la faz de la tierra o por lo menos de la faz de Kotzebue a todos los demonios católicos.

Al sacar de entre las ruínas del aéreo plano los cadáveres los católicos estaban pálidos de asombro; los cuákeros se daban con el codo y se reían a carcajadas. En especial se reía de una mujer muy gorda que vive detrás del almacén indígena, casada con un inglés que no sabe leer. También a los principios, los cuákeros nunca pasaban por delante de la iglesia católica; y cuando se veían forzados a hacerlo, lo hacían con la cara vuelta al lado opuesto. De vez en cuando creían dar gloria a Dios rompiendo un par de cristales al misionero católico para que entrase la nieve y el misionero se fastidiara y se marchase.

En la ingle cuákera se discutió todo un año como arreglárselas para que ningún eskimal se hiciera católico. Las calumnias adquirieron tal magnitud, que el Padre Walsh de 29 años de edad visitó al misionero cuákero. Le agarró por las solapas y le retó a salir a la calle y resolver el problema a mojicones. El cuákero, lleno de hijos, se amedrentó y amainó. Al P. Walsh le veían algunas veces llorar en silencio. Tuvo que levantar la casa él solo; dormía en un cobertizo sacudido por la borrasca. Y comía tocino de ballena, que a los blancos nos apesta.

Tengo para mí que la muerte repentina en el aeroplano le llegó para verdadero alivio de penas. Hoy aquí yo estoy como un príncipe. Junto a la puerta tengo un bastón, con el que he amenazado romper el cráneo al primero que me rompa un cristal. Ningún cristal ha sufrido desperfecto alguno. Por las tardes doy un paseo por la playa con el bastón y los cuákeros cobardes, meten la barbilla en el pecho, temerosos de que se me ocurra empezar a bastonazos. El resultado ha sido muy famoso; veinte pasos antes de llegar a ellos sacan una sonrisa forzada y me saludan. Yo les enseño la dentadura recién acepillada, que los mismo puede ser sonrisa infantil que amenaza de mastín. Son como niños, con una mentalidad primitiva, y hay que tratarlos como a tales.

La casa esta ahora limpia que da gustos. Techos, ventanas, paredes, puertas, todo esta pintado. No había dormitorio. En la cocina había un camastro tirado en un rincón, y allí dormían. Ahora el camastro es una cama decentita repleta de mantas, oculta entre tabiques de cartón pintado a la moderna. En los plúteos hay nada menos que 950 libros. Están todos muy bien ordenados, los plúteos pintados de azul, y debajo de los libros hay hileras de revistas antiguas y modernas que nos trae el correo dos veces al mes. El número de folletitos píos y devocionarios es inferior únicamente al de las arenas y de los mares. Hay unos 50 kilogramos de estampas y otros tantos de medallas. En los desvanes hay trompetas, dos tambores con los palillos respectivos, máscaras por docenas, y así de otras superfluidades. Cada misionero dejó bastantes huellas. Tengo varios catecúmenos instruyéndose.

Los domingos cantan las mozuelas una Misa que da gloria oírla. En los bancos se sientan unas 60 personas. Por la tarde hay Bendición con el Santísimo, y cantan Tantum Ergo como lo harían triples de coro. Tienen unas voces admirables.

Mis Dos Consuelos

Dos cosas que me consuelan aquí sobremanera. La primera es que Kotzebue es la estación católica más norteña de Alaska. Sin embargo de estar tan remota, hay aquí una iglesia con su lámpara y su sagrario. Se esponja al cantar en la Misa, con los brazos extendidos, el Adveniat Regnum tuum, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad, etc. Luego por la noche, da gusto orar ante el altar a solas, a dos pasos del sagrario. Allí es donde se forjan nuevas tácticas de ataque para derrotar a Satanás. Las tácticas son muy sencillas: se pide a Jesucristo que Él nos traiga.

Y Él se encarga de traerlos. El misionero del martillo, y con él Jesús los martillazos. Debo confesar aquí que lo de romper cráneos a bastonazos no me fue inspirado en el altar, sino ante las ventanas, que tienen los cristales muy majos. Pongamos las cosas en su punto. La segunda cosa que también me consuela mucho es el silencio del lugar. Cuando me acuesto tengo la seguridad completa de que ningún ruido me va a perturbar el sueño. No ha habido esto más que una excepción. Una noche me despertaron unos golpes terribles a la puerta. Creí que se trataba de la Extremaunción; pero no: se trataba de una india que venia miedosísima porque su hermano estaba borracho y quería suicidarse. Tal vez si yo elevara al cielo algunas oraciones cesaría la borrasca. Prometí elevarlas, y reanudé el sueño interrumpido. Claro es que en semejantes casos dan ganas de enfadarse; pero con los eskimales no conviene enfadarse. Y fuera de aquella noche, siempre he podido dormir de un tirón sin obstáculo de ningún género.

En mis viajes por los Estados Unidos, el ruido crudelísimo hizo riza en mis nervios, y llegué a cobrar al tráfico verdadero pánico. No es como en España. Los yaquis tienen matriculados 32.000.000 de automóviles. He visto carreteras de doble fila de autos que se atropellan o poco menos por espacio de 20 ó 30 kilómetros cerca de las ciudades. Las calles son un infierno día y noche. Dentro de las casas tampoco hay silencio: el teléfono y la radio se encargar de romperlo. La pobre alma revolotea como pajarillo entre aves rapiña, buscando en vano una salida que no aparece. Cuando aterricé en Kotzebue me pareció soñar. Silencio, paz, sosiego, tranquilidad, bienandanza. Estoy solo, pero prefiero estarlo. Así puedo leer, estudiar la lengua, guisar, visitar a los cristianos, escribir cartas siempre y cuando me parezca oportuno. Este privilegio se me antoja tan inmenso, que a veces creo ser un niño mimado. Pocas personas en el mundo gozan de semejante privilegio. Después de comer, toco el acordeón para digerir con toda paz las chuletas de reno o las rajas de salmón. El resultado ha sido que, con el dormir tranquilo y digerir aún más tranquilamente, me voy poniendo gordo aquí, junto con el Polo Norte, donde uno creería que la vida es imposible. Entre tanto, los pobres misioneros chinos viven entre dos fuegos, y los sacerdotes españoles de la zona roja son cazados como conejos. Hoy día el lugar más seguro es el Polo Norte; y mientras más cerca del Polo, mejor.

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MISIONES - 28 AÑOS EN ALASKAPOR SEGUNDO LLORENTE, S.J.(continuación)

martes, 12 de mayo de 2009
ACERCANDONOS AL POLO NORTE

Regreso a Alaska Al cabo de dos años de permanencia con los eskimales de las riberas del Yukón, fui llamado a los Estados Unidos con el fin de hacer allí la Tercera Probación, algo así como los últimos retoques que la Compañía de Jesús da a sus noveles sacerdotes antes de echarnos definitivamente a volar por esos mundos.

Fue un año de paz espiritual adquirida en el silencio de la Casa de Retiro; paz que se vio alterada con frecuencia por el ruido ensordecedor del rodar interminable de trenes, autos, tranvías y otros vehículos que hacen en los Estados Unidos la vida poco menos que insoportable. Después de una visita a dos Comunidades de Religiosas mejicanas en California, terminada felizmente la Tercera Probación, me embarqué de nuevo con rumbo a mi querida Alaska. Esta vez el viaje no me impresionó tanto como cuando lo hice por primera vez. Casi me atrevería a decir que ni siquiera me impresionó.

Costas abruptas salpicadas de cumbres coronadas de nieve, pasaban por la retina de mis ojos sin dejar la más mínima impresión. Villorrios de pescadores, aldeas del interior, Anchorage, minas de oro, Fairbanks, el Yukon... nada me impresionó. Cerrado en el camarote, pude dormir unas siestas más largas que un día de lluvia en una caseta mal retejada.

De Akulurak a Kotzebue.

Al llegar a Nulato me echaron el alto y tuve que bajar del vaporcito fluvial que marchaba agua abajo camino del Estrecho de Bering. El P. Superior de la Misión me estaba esperando en Nulato para decirme que había decidido cambiarme el destino de Akulurak. Yo debía descansar otro poco con otras siestas más largas aún que las pasudas, y luego debía esperar al primer aeroplano que volara en dirección norteña. Allá, encima del Círculo Polar, casi a un tiro de piedra del Polo Norte, está una aldea que llaman Kotzebue. Tiene una casita muy maja y una iglesia también muy maja, pero no tiene misionero. Y yo iba a ser el misionero de Kotzebue.

Con las maletas aun en la mano envié mentalmente y en una fracción de segundo mi adiós de despedida a mi inolvidable Akulurak. Aquel sitio lo apellidé «el suspiro del moro», pues no creo que el asendereado Boabdil sintiera despedirse de Granada más que sentí yo despedirme de Akulurak. Mc esperaban en Akulurak diez cachorros formidables que yo había medio domado, y que quedaron llorando cuando yo marché. Me esperaban sesenta huerfanitas y cuarenta huerfanitos, que deseaban danzar al compás de un acordeón nuevo que llevaba en el baúl. Me esperaban cinco Madres Ursulinas, que ya se estaban preparando para hacer, los Ejercicios, donde esperaban oír maravillas acerca de Santa Teresa, San Ignacio, San Juan de la Cruz y otros Santos españoles de nombradía.

Me esperaban los aldeanos de los contornos, que ansiaban volver a escuchar mi eskimal desastroso, con el que les imitaba sus sonidos infrahumanos. Me esperaban los ajedrecistas de la Misión, confiados en que al cabo de un año de no jugar me podrían dar a mansalva las palizas más soberanas. Y yo esperaba con ansia ver de nuevo todo esto... y no me fui dado. Akulurak es un oasis, y yo debía emprender rumbos nuevos por desiertos desconocidos. Descansé tres días en Nulato. Allí me enteré de que tres aldeas del Yukon habían sido abandonadas por imposibles, como Babilonia, que no quiso ser sanada.

Desde que se abrogó la ley seca, el aguardiente está arruinando estas comarcas. En los alma-cenes se venden litros de licor sin descanso. Como el organismo de los eskimales es mucho mas débil que el nuestro, bastan dos copas para derribar por tierra al eskimal más forzudo. Total: que la borrachera está diezmando la población. El eskimal ya no compra calcetines, ni harina, ni café. Compra aguardiente y se emborracha, y emborracha a la mujer y a los hijos.

En el cementerio de Nulato había docenas de cruces que marcaban el yacimiento de niños inferiores a dos años. La sangre de los padres está alcoholizada. Al niño no le queda más salida que morirse de anemia. Todos los esfuerzos para poner fin a la borrachera resultan inútiles. La única solución era ahorcar al almacenista blanco que vende aguardiente a los indígenas. Pero eso no se puede hacer, por dos razones: lo prohíbe el quinto mandamiento, y, aunque no lo prohibiera, los Estados Unidos creen aún en la democracia.

Volando sobre el Circulo Polar

Por fin llegó el aeroplano. Era un aeroplano pequeño rojo, rojo, como si acabara de ser teñido en sangre. El aviador era ateo, pero me dijo que me Llevaba de balde porque su mujer, judía, lo había amenazado con el divorcio el día que cobrara un céntimo a un misionero católico. Kotzebue estaba fuera de su ruta; pero sentía una satisfacción inmensa de poder rodear 100 kilómetros y dejarme sano y salvo en Kotzebue. Y así fue.

Me senté en el pescante, y nos remontamos por los aires a 3.000 metros de altura. Debajo se veían pasar colinas, valles, llanuras, lagos, rías que zigzagueaban en todas direcciones, basta que al cabo de dos horas nos vimos sobre la bahía de Kotzebue. En los mapas que llevábamos pude ver el sitio exacto por donde pasa esa línea imaginaria que llamamos Círculo Polar. «Adiós» le dije al Círculo; y continuamos en nuestro vuelo. Cincuenta kilómetros encima del Círculo pude ver extendida a lo largo de la costa la famosa aldea de Kotzebue: la más famosa de todas estas aldeas, aunque en España sea perfectamente desconocida.

Al volar en círculos concéntricos sobre la aldea, se veían grupos de personas que corrían al aeródromo. Al aterrizar me vi enfrente de caras eskimales nuevas para mí. Les saludé con el eskimal del Yukon, pero no me respondieron. Aquí hablan un dialecto para mí ininteligible. ¡Vaya por Dios; hay que arremeter con otra lengua! Eran las once de la noche cuando llegamos, pero se veía perfectamente, pues aquí no se pone el sol en el verano, es decir, en el mes de junio. En julio se puede rezar el Breviario a media noche paseando fuera de casa. En el invierno se vuelven las tornas, y no hay luz solar fuera de unas horas hacia el mediodía.

Mi Nueva Casa

Entré en casa y tomé posesión de ella; y lo mismo hice con la iglesia. No dormí, aunque me acosté unas horas, y después de Misa me puse a ordenar la vivienda. Se entenderá fácilmente el estado lamentable en que la encontré, si digo que tardé cincuenta y siete días justos en ordenarla y en hacer de ella una morada decente. Fui menester algún trabajo de carpintería. Yo en mi vida había cogido un martillo; pero la necesidad es la madre de la invención.

Con serrotes, tenazas, martillos, clavos y madera mejor o peor vestido de mono como un marxista de Madrid, hice unos armarios, y unas alhacenas, y unos bancos que, después de pintados, parecían recién comprados en alguna almoneda. Lo importante fue que di feliz remate a toda la obra con un solo martillazo en el pulgar izquierdo. Y aun ese martillazo no fue cosa mayor. Me acordé (le lo de «ciento en el clavo y uno en la herradura». En un cobertizo trasero; repleto de trastos inútiles, me encontré con las alas del famoso aeroplano “Marquette”, el que se estrelló en octubre de 1930 con la muerte de dos misioneros y el piloto. Se estrelló a trescientos pasos de aquí, ante la aldea toda que se había congregado para verlos elevarse. Lo peor del caso es que el accidente ocurrió sin necesidad de que ocurriera.

El P. Walsh nunca había volado. El P. Superior le invitó a dar un vuelecito de diez minutos y... ¡cataplum! Me cuentan que a los infelices no les quedó un hueso sano: los ojos fuera de las órbitas, etc., etc. Al día siguiente se heló la bahía, cayó una nevada regular, y todo siguió como si no hubiera ocurrido nada. Las alas del artefacto están aquí en mi cobertizo. Cada vez que las miro me llenan de escalofríos; creo que las voy a quemar. Desde el accidente de aeroplano hasta mi llegada pasaron por aquí nada menos que ocho misioneros, uno tras otro, y ninguno echó raíces. El Sr. Obispo sin duda para halagar mi vanidad me aseguró que ésta es la Misión más dura de Alaska. No por el frío en Alaska el frío se da por supuesto, ni por la lejanía, pues el aeroplano ha puesto fin a las distancias, sino por la gente. La gente es la que ha puesto en fuga a los Misioneros.

Las Minas de Oro y los cuákeros.

En 1898 se descubrieron por aquí varias minas de oro. Miles de blancos se esparcieron por estas latitudes en busca del precioso metal. Se abrieron almacenes y se armaron buques especiales que transportaban mercancías a estas playas del fin del mundo. Hoy el oro ha desaparecido casi por completo; pero aún quedan yacimientos acá y allá donde viven hombres barbudos embrutecidos por el trabajo y la vida semisalvaje. Algunos cuákeros, restos desligados de algo que fue protestante, vieron que aquí no había iglesias de ningún género. Se sintieron apóstoles y abrieron una Misión en cada una de estas aldeas.

El código que predicaban no tenía más que tres artículos:I. ° Pagar diezmos a la Iglesia de Dios. 2. ° No jugar, no beber, no bailar, no ir al cine, no reírse. 3. ° Los cuákeros, y sólo ellos, se salvan. Los demás se condenan. Cuando en 1929 abrieron aquí los Jesuitas una Misión, se añadió un cuarto articulo al código de marras: «Los católicos son demonios disfrazados de hombres.» Y estos pobres eskimales han venido pagando diezmos a estos aventureros del dólar por espacio de cuarenta años. Si cazan diez zorras, una es para el cuákero predicador. Si cazan una y la venden por veinte dólares, dos son para el misionero, etc., etc. Cuando un misionero se hace rico, deja el puesto a otro, y éste a otro, etc., etc.

Lutero no soñó que sus premisas llevaban forzosamente a estas conclusiones como los cuákeros son el pueblo escogido, no necesitan bautismo. Nacen como ángeles y no necesitan ser lavados. Todos los eskimales de estas comarcas, hasta 1929, murieron sin el bautismo. Para suplir la falta de altares, velas, incienso y Sacramentos, se da poder a todos y a cada uno de los eskimales para predicar la Palabra de Dios en el templo. Y así es que en las reuniones religiosas se levantan a exponer a los demás el medio más rápido de asegurarse la salvación. Pero como el corazón humano necesita algún consuelo, algo de regocijo, diversiones y demás, y como el código cuákero prohíbe todo esto, muchos eskimales mandaron el código a paseo y se fueron al otro extremo, llenando las aldeas de borrachos y de hijos ilegítimos.

La Misión Católica

En 1929 se abrió esta casa. A los dos años había en el registro 123 bautismos, contando niños. Todas las almas sinceras vieron la diferencia y se nos vinieron con los brazos abiertos. Pero a los demás les halagaba demasiado la idea de que eran el pueblo escogido, el arca de Noé, fuera de la cual se ahoga todo el mundo. Por eso se quedaron. Además, en nuestra iglesia no les estaba permitido levantarse los domingos durante la Misa y exponer algún pasaje del Deuteronomio a los circunstantes. Por eso se quedaron. Claro que los diezmos son en si cosa peliaguda; pero prefieren seguirlos dando.

Cuando el demonio echa la zarpa, agarra que se las pela. Hoy Kotzebue es esto: una aldea de 350 habitantes; 40 blancos ateos, 80 católicos y el resto nada. Todas las tardes vienen las indias a enseñarme la lengua de la región. Cuando nos cansamos de pronunciar sonidos duros y de escribir palabras larguísimas, me cuentan con detalles cien episodios de la vida de estas gentes. Cuando se estrelló el aeroplano, los cuákeros aplaudieron y dieron gracias a Dios, que les había escuchado sus peticiones. Las peticiones eran que Dios barriera la faz de la tierra o por lo menos de la faz de Kotzebue a todos los demonios católicos.

Al sacar de entre las ruínas del aéreo plano los cadáveres los católicos estaban pálidos de asombro; los cuákeros se daban con el codo y se reían a carcajadas. En especial se reía de una mujer muy gorda que vive detrás del almacén indígena, casada con un inglés que no sabe leer. También a los principios, los cuákeros nunca pasaban por delante de la iglesia católica; y cuando se veían forzados a hacerlo, lo hacían con la cara vuelta al lado opuesto. De vez en cuando creían dar gloria a Dios rompiendo un par de cristales al misionero católico para que entrase la nieve y el misionero se fastidiara y se marchase.

En la ingle cuákera se discutió todo un año como arreglárselas para que ningún eskimal se hiciera católico. Las calumnias adquirieron tal magnitud, que el Padre Walsh de 29 años de edad visitó al misionero cuákero. Le agarró por las solapas y le retó a salir a la calle y resolver el problema a mojicones. El cuákero, lleno de hijos, se amedrentó y amainó. Al P. Walsh le veían algunas veces llorar en silencio. Tuvo que levantar la casa él solo; dormía en un cobertizo sacudido por la borrasca. Y comía tocino de ballena, que a los blancos nos apesta.

Tengo para mí que la muerte repentina en el aeroplano le llegó para verdadero alivio de penas. Hoy aquí yo estoy como un príncipe. Junto a la puerta tengo un bastón, con el que he amenazado romper el cráneo al primero que me rompa un cristal. Ningún cristal ha sufrido desperfecto alguno. Por las tardes doy un paseo por la playa con el bastón y los cuákeros cobardes, meten la barbilla en el pecho, temerosos de que se me ocurra empezar a bastonazos. El resultado ha sido muy famoso; veinte pasos antes de llegar a ellos sacan una sonrisa forzada y me saludan. Yo les enseño la dentadura recién acepillada, que los mismo puede ser sonrisa infantil que amenaza de mastín. Son como niños, con una mentalidad primitiva, y hay que tratarlos como a tales.

La casa esta ahora limpia que da gustos. Techos, ventanas, paredes, puertas, todo esta pintado. No había dormitorio. En la cocina había un camastro tirado en un rincón, y allí dormían. Ahora el camastro es una cama decentita repleta de mantas, oculta entre tabiques de cartón pintado a la moderna. En los plúteos hay nada menos que 950 libros. Están todos muy bien ordenados, los plúteos pintados de azul, y debajo de los libros hay hileras de revistas antiguas y modernas que nos trae el correo dos veces al mes. El número de folletitos píos y devocionarios es inferior únicamente al de las arenas y de los mares. Hay unos 50 kilogramos de estampas y otros tantos de medallas. En los desvanes hay trompetas, dos tambores con los palillos respectivos, máscaras por docenas, y así de otras superfluidades. Cada misionero dejó bastantes huellas. Tengo varios catecúmenos instruyéndose.

Los domingos cantan las mozuelas una Misa que da gloria oírla. En los bancos se sientan unas 60 personas. Por la tarde hay Bendición con el Santísimo, y cantan Tantum Ergo como lo harían triples de coro. Tienen unas voces admirables.

Mis Dos Consuelos

Dos cosas que me consuelan aquí sobremanera. La primera es que Kotzebue es la estación católica más norteña de Alaska. Sin embargo de estar tan remota, hay aquí una iglesia con su lámpara y su sagrario. Se esponja al cantar en la Misa, con los brazos extendidos, el Adveniat Regnum tuum, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad, etc. Luego por la noche, da gusto orar ante el altar a solas, a dos pasos del sagrario. Allí es donde se forjan nuevas tácticas de ataque para derrotar a Satanás. Las tácticas son muy sencillas: se pide a Jesucristo que Él nos traiga.

Y Él se encarga de traerlos. El misionero del martillo, y con él Jesús los martillazos. Debo confesar aquí que lo de romper cráneos a bastonazos no me fue inspirado en el altar, sino ante las ventanas, que tienen los cristales muy majos. Pongamos las cosas en su punto. La segunda cosa que también me consuela mucho es el silencio del lugar. Cuando me acuesto tengo la seguridad completa de que ningún ruido me va a perturbar el sueño. No ha habido esto más que una excepción. Una noche me despertaron unos golpes terribles a la puerta. Creí que se trataba de la Extremaunción; pero no: se trataba de una india que venia miedosísima porque su hermano estaba borracho y quería suicidarse. Tal vez si yo elevara al cielo algunas oraciones cesaría la borrasca. Prometí elevarlas, y reanudé el sueño interrumpido. Claro es que en semejantes casos dan ganas de enfadarse; pero con los eskimales no conviene enfadarse. Y fuera de aquella noche, siempre he podido dormir de un tirón sin obstáculo de ningún género.

En mis viajes por los Estados Unidos, el ruido crudelísimo hizo riza en mis nervios, y llegué a cobrar al tráfico verdadero pánico. No es como en España. Los yaquis tienen matriculados 32.000.000 de automóviles. He visto carreteras de doble fila de autos que se atropellan o poco menos por espacio de 20 ó 30 kilómetros cerca de las ciudades. Las calles son un infierno día y noche. Dentro de las casas tampoco hay silencio: el teléfono y la radio se encargar de romperlo. La pobre alma revolotea como pajarillo entre aves rapiña, buscando en vano una salida que no aparece. Cuando aterricé en Kotzebue me pareció soñar. Silencio, paz, sosiego, tranquilidad, bienandanza. Estoy solo, pero prefiero estarlo. Así puedo leer, estudiar la lengua, guisar, visitar a los cristianos, escribir cartas siempre y cuando me parezca oportuno. Este privilegio se me antoja tan inmenso, que a veces creo ser un niño mimado. Pocas personas en el mundo gozan de semejante privilegio. Después de comer, toco el acordeón para digerir con toda paz las chuletas de reno o las rajas de salmón. El resultado ha sido que, con el dormir tranquilo y digerir aún más tranquilamente, me voy poniendo gordo aquí, junto con el Polo Norte, donde uno creería que la vida es imposible. Entre tanto, los pobres misioneros chinos viven entre dos fuegos, y los sacerdotes españoles de la zona roja son cazados como conejos. Hoy día el lugar más seguro es el Polo Norte; y mientras más cerca del Polo, mejor.

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soy diseñadora gráfica y profesora de religión y de lengua y literatura
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