EN LAS LOMAS DEL POLO NORTE

12:47

SEGUNDO LLORENTE, S.J.

LA VIDA EN KOTZEBUE

Estragos del alcoholismo

Dije que aquí, en Kotzebue, me estaba yo tratando a cuerpo de rey. Por desgracia hoy día los reyes no son las personas más envidiables. Es un privilegio vivir aquí; pero todo privilegio tiene su contrapeso.

Varias familias católicas se han mudado a otras aldeas y se han perdido de vista. Otras se han vuelto al cuakerismo como el perro a vómito. Otras llevan una vida espiritual a media máquina, cojeando visiblemente o dando unos tropezones peligrosísimos, demostrando con luz meridiana que la luz de la fe en sus almas está dando continuas boqueadas, siempre a punto de extinguirse.

La borrachera está a la orden del día. Cuando un eskimal gana una peseta, la gasta en vino. Entre tanto los niños visten andrajos y están en los huesos. En la mayoría de las casas que he visitado no he visto cosa de provecho en punto de alimentos, pero si he visto muchas botellas vacías amontonadas detrás de las casas, en la basura.

Un joven bebió alcohol puro sin diluirlo y murió al día siguiente con los intestinos estrangulados y con dolores tan intensos que le quitaron el conocimiento. A los dos meses un primo suyo hizo lo mismo y murió de la misma manera a las veinticuatro horas.

Dos madres de familia, católicas, compraron un garrafón de vino. Después de beber hasta embriagarse fueron con el garrafón a un vecino cuákero que dormía tranquilamente; le insultaron, le despertaron, le convidaron, se emborrachó, riñeron, a una le llenó la cara de renegridos y a otra le dio tal puñetazo en un ojo que la tiró para atrás y al caer se hirió seriamente contra el canto de una mesa. Con el ojo y nuca vendados hizo mucha impresión al juez, quien condenó al cuákero a seis meses de cárcel.

Otra católica, apostólica, romana, llevaba en los brazos a una hijita de dos semanas. Se emborrachó, cayó sobre la criatura y la mató. Podía seguir con una letanía de casos parecidos; pero bastan los apuntados.

Los causantes de estas borracheras son los blancos. Ahora entiendo perfectamente por qué los Misioneros exigieron al rey de España una independencia completa en las Misiones del Paraguay. Un blanco sólo tiene la virtud de echar por tierra en un invierno toda la obra levantada penosamente en una generación.

Pero no hay que desalentarse. Vivimos entre salvajes, y no hay que perderlo nunca de vista. O, si se los quiere llamar de otro modo, llamémoslos paganos, que eso son.

El quicio de la dificultad está en hacerse cargo de la situación y tratar de mejorarla con buen humor, mirando el desaliento como al mayor enemigo y como a la tentación más fuerte con que Satanás le, puede atacar a uno.

Los coros angélicos tuvieron un Lucifer; el colegio apostólico tuvo un Judas; los primeros diáconos tuvieron un Nicolao; la jerarquía católica produjo un Arrio ; las Religiones dieron al mundo heresiarcas a granel. ¿Por qué va a ser menos Kotzebue?
Y si apuramos más la cuestión hay que hacer justicia a Kotzebue y decir que en comparación de los individuos de izquierda mencionados, somos todos poco menos que canonizables.

En esta aldeita diminuta tengo yo arriba de treinta personas verdaderamente buenas. Jamás pierden la Misa los domingos y días festivos y viven como Dios manda, que no es poco decir.

Hay en ese grupo algunas personas que vienen a Misa diariamente. Antes de comenzar la Misa tornan una hostia y la ponen en el altar. Así no tengo que andar preguntando cuántos desean comulgar.

La iglesia es sólo para los domingos. Los días de semana digo Misa en un cuartito muy mono con un altar guapísimo que se calienta con sólo abrir la puerta que le comunica con la cocina.

¿Un murciélago gigante?

Hay no pocos pormenores interesantes acerca de la vida en Kotzebue. Ayer las olas nos dejaron en la playa un bicho raro que será enviado a la Universidad de Fairbanks para que algún naturalista curioso lo analice. Tiene cuerpo de zorra, alas de murciélago y dos patas de cordero. Tiene una dentadura delgada muy fina.

Todo él está medio comido, aunque se le puede estudiar muy bien la contextura esquelética sin necesidad de suplir con la imaginación órganos nuevos. ¿De dónde vino? ¿Se trata de un murciélago gigante?

Dicen que en las islas Hawai se dan murciélagos de un tamaño desmesurado. Si este animal es un murciélago, confieso que he vivido hasta aquí en un mundo falto de emociones. Porque habrá que ver la impresión que hará ver revolotear encima de la cabeza a un bicho como una zorra con pezuñas en las patas, dientes afilados y cola sabe Dios cómo. Realmente que vivimos aquí en el fin del mundo.

La visita de la viuda del aviador Post.

Hace unos días atracó en la bahía el barco del Gobierno que surte a las escuelas, hospitales y estaciones de telégrafo del territorio. Entre los pasajeros que vinieron a tierra se encontraban dos señoras aun no entradas en años.

Una era la viuda del aviador yanki Post, que dio la vuelta al mundo sólo en su aeroplano y que luego se mató al norte de Kotzebue, en otro intento de vuelo alrededor del globo.

Venía a presenciar la dedicación de una lápida al intrépido aviador. Con ella viajaba una enfermera oficial, católica, y las dos vinieron a verme, o mejor, a ver al Misionero, pues no nos habíamos visto jamás.

Resultó que durante la visita se encapotó el cielo y nos envió un chaparrón que llevaba camino de no parar. No tenían con qué defenderse de la lluvia. Tampoco tenían a dónde ir. Lo que teníamos los tres era un hambre canina.

Aunque yo siempre me las eché de buen cocinero, pero ahora al ver que la cosa iba en serio protesté que no sabía nada de cocina; que mis guisos eran una farsa; que aunque bastaban y sobraban para mí, a ellas les iban a dar una indigestión que las podía costar la vida.

Puestos estos prenotandos y viendo las caras de hambre que tenían, encendí la lumbre y procedí a guisar una cena en toda regla. Mientras comían, todo eran exclamaciones de ¡Ay, qué rico está este arroz! ¡Pero qué sabor tan de cielo! ¡Yo voy a reventar! ¡Yo también! ¡En mi vida he probado arroz tan rico! ¡Y lo preparó en un santiamén! ¡Pues estas peras en conserva! ¿Verdad que hemos salido ganando?

Por fin, una se echó a reír y dijo que lo que más la divertía era el hecho de que un sacerdote se había convertido en cocinero de señoras. Nos reímos los tres de la ocurrencia y concluimos que Alaska es un país extraño donde el noventa por ciento de las veces ocurre lo inesperado y donde hay que estar siempre preparados para salir airosamente de situaciones que le asaltan a uno como ladrón nocturno.

La expedición del P. Hubbard: origen de los eskimales

Otra visita muy distinta fue la de la expedición del P. Hubbard. Después de haber pasado el invierno en King Island, apenas desapareció el hielo, armó el Padre una úmiak o barcaza inmensa hecha de pieles de focas, cosidas como sólo los eskimales saben coserlas. Esas barcas flotan como burbujas y no se hunden en las tempestades más huracanadas.


Tomó el Padre consigo seis eskimales, y con ellos y con dos blancos, antiguos discípulos suyos, que le siguen en todas las expediciones científicas, se lanzó a explorar las costas del Océano Glacial Artico, para ver de averiguar si los eskimales son todos de la misma raza y si vinieron del continente asiático en expediciones aisladas o en masas considerables.

Que los eskimales son de origen mongol está ya fuera de toda duda. Basta verlos, sin otras pruebas científicas que lo comprueban y que sería prolijo enumerar.

Lo más difícil de asentares la época en que emigraron. Tal vez lo hicieron a principios del siglo XIII, huyendo de las levas de Genghis Khan, aquel celebrado mongol que extendió sus dominios desde el golfo Pérsico hasta Siberia.

Desde los cabos siberianos pudieron muy bien ponerse en las islas Diomedes en menos de tres días. Desde esas islas pudieron navegar hasta el cabo Wales, de Alaska, en menos de dos días.

Con viento favorable, una úmiak se desliza por la superficie del agua con una rapidez poco inferior a la de las gasolineras de nuestros días.

Pues bien: el P. Bernardo Hubbard halló el mismo tipo, las mismas características, y, con excepción de algunas variantes mayores o menores, la misma lengua. Los seis eskimales que le acompañaban hablaron perfectamente en su lengua con todos los pueblos de la costa, desde Nome hasta Point Barrow, y más al nordeste en las costas del mar glacial.

Ya de vuelta hicieron alto en Kotzebue y se alojaron aquí en casa. Comparando su lengua con la que yo había aprendido en el Yukon - que es la misma que se habla tierra adentro hasta el río Kuskokwim-, pudimos ver que algunas palabras eran idénticas, otras eran parecidas y, naturalmente, muchísimas eran completamente distintas.

Teniendo en cuenta que los alemanes pueden leer noruego, los castellanos italiano y los gallegos catalán, hay razones convincentes para afirmar que emigraron en masa desde Siberia y tenían entonces una misma lengua.

Más tarde, a medida que se desperdigaban por las riberas de los ríos y se propagaban con la prolificencia que los caracteriza, cada región se desligó más o menos de las demás y desarrolló un dialecto emparentado con el de las regiones hermanas.

La explicación es satisfactoria. Hoy día los periódicos, la radio, los trenes y las carreteras tienden a unificar la lengua, la vida y las costumbres de los pueblos.

Cuando no había eso, nuestra misma España era un hervidero de dialectos y regionalismos. Sin ir a los extremos del gallego y el andaluz, los labradores leoneses tienen para los instrumentos de labranza nombres que no entienden los palentinos, y viceversa.

Lo mismo ocurrió en Alaska, cruzada por desiertos, marismas, ríos y cordilleras impasables. Lo que importa a nuestro caso es que este hecho no había sido comprobado hasta este verano.

El P. Hubbard lo comprobó, aunque le costó dos meses de vida errante por costas inhospitalarias en una úmiak que navegó 2.000 millas impelida por un motor de gasolina.

¡Cómo estaban cuando llegaron a Kotzebue! Ojos hinchados de no dormir, melenas ensortijadas, manos de carboneros, barbas que espantaban, doblados por el cansancio de 48 horas de marcha ininterrumpida aguantando llovizna tras llovizna con impermeables pesados, tiritando de frío y medio reventados.

No quisieron desayuno. Tendieron en el suelo los sacos de dormir y se metieron en ellos como conejos en las madrigueras. El P. Hubbard, a fuerza de rogárselo, se acostó en mi cama. Bajé todas las corotinas, cerré todas las puertas, y la expedición durmió trece horas seguidas en un silencio de sepultura.

Cuando despertaron estaban hambrientos como Lobos. Puse en marcha las sartenes y las ollas y esta a tare que preparar un banquete, no para señoras quebradizas, sino para exploradores de pelo en pecho, rollizos e inquebrantables. Uno se quejaba de que aquello no tenía bastante sal, otro hacía mueca a los tomates y el de más allá gruñía porque no había puesto más cebollas. Al fin hubo para todos los gustos y terminamos en paz.

El P. Hubbard nació y se crió en California. En el tacho de su padre trabajaban peones mejicanos y a ellos aprendió a chapurrear el español. Conserva algunas palabras muy fuertes que me hicieron reír.

Más tarde, al terminar los estudios eclesiásticos en Austria, dio una vuelta por España y estuvo un mes en Lequeitio haciendo de capellán de la emperatriz Zita. Oír hablar de Lequeitio en Kotzebue es cuanto se puede pedir.

Después de tres días de convivencia patriarcal, la expedición se puso en marcha camino de Nome. Iban renovados en todo. Alegres, la ropa seca, y hasta afeitados. Al P. Hubbard le corté yo mismo el pelo para que no se lo tomaran en Nome, donde le aguardaba la población con una expectación inmensa.

Al verme de nuevo solo en la cocina, no tuve tiempo para pensar en soledades. Allí estaban tirados por todas partes platos, cuchillos, jícaras, cáscaras de huevo... ¡Dios mío, cómo me dejaron la cocina!

Las ballenas

Cuando doy por las tardes un paseo a lo largo de la playa no es mi único fin respirar aire puro ni espaciar la vista por el vasto horizonte ni siquiera ver cómo los pescadores sacan de las redes docenas de salmones.

Lo que me arrastra a la playa es la posibilidad de que hayan arribado las lanchas balleneras. ¡Qué impresión tan extraña para un español tocar con el bastón los lomos rollizos de una ballena descomunal recién cogida!

La última expedición volvió con tres: la madre y dos crías. Estas fueron arrastradas y dejadas en seco sobre el cascajo; la madre tuvo que ser despedazada dentro del agua donde tocó la arena con la barriga, pues su corpulencia desmesurada frustró todo conato de arrastre.

Armadas de cuchillos afiladísimos, las mujeres más diestras despachan una ballena de dos toneladas en menos de una hora. Aunque la ballena pertenece al que le metió la bala por el cuello, sin embargo es costumbre inmemorial que los que no tengan nada que comer carguen con un par de canastas de ración. Dios Nuestro Señor hizo la ballena tan grande que da ración suficiente para toda la aldea.

A veces vienen de alta mar con 25 ballenas preciosísimas. Y es que no son sólo las personas las que comen ballena, ni muchísimo menos; los que hacen el verdadero gasto son los perros, que engordan con ella de una manera pasmosa.

Mis cuentos a los niños

Aunque vivo solo en esta casa, pero eso es técnicamente hablando; en la práctica, me ahoga tanta compañía y quisiera vivir más solo. Las dos puertas se abren y cierran sin interrupción y desde el desayuno hasta la cena mi casa es un verdadero mercado.

Tres noches a la semana cuento historias a la rapacería. Sentados en los bancos del catecismo niños y niñas, atizo la estufa, apago la luz y me paseo por entre ellos contando cuentos. Son cuentos originales.

Empiezo sin saber cómo, sigo a la buena de Dios, enredo la narración con tramas y nudos que no sé cómo voy a soltar, lo desenredo todo finalmente sin explicarme yo mismo cómo se me ocurrió aquello para salir del paso, y por fin termino sin saber yo mismo que iba a terminar así.

Pero el efecto es terrible. Monstruos horribles y espantosos, que habitan en cavernas oceánicas dejan aquellos antros a media noche y caen cautelosamente sobre aldeas descuidadas. Hay que llenar luego media hora con episodios que le ocurren al monstruo.

Algunos de esos gigantes tienen una boca más grande que esta puerta, unos brazos como ese poste, siete piernas como aquella viga y un ojo en la cabeza tan grande como esta estufa. Los oyentes se apretujan unos contra otros y dejan escapar a cada paso unos suspiros medrosos que me han obligado más de una vez a encender la luz a la mitad del cuento y tocarles el acordeón para contrarrestar el efecto de pánico que ya los iba envolviendo como una boa en sus anillos gigantes.

A la noche siguiente tengo un auditorio doble. Algunas veces, en vez de catequesis, tengo cuentos aun con los adultos que, a fin de cuentas, son niños crecidos.

Un toro en Alaska

Terminemos este capítulo con un episodio típico de lo apartado que está Kotzebue del resto del mundo.


No se había visto por aquí una vaca jamás. Deseando tener leche fresca un almacenista trajo el año pasado una vaca suiza que pasó el invierno en un establo calentada por una estufa.


Los eskimales ya se iban haciendo a la vaca, a quien todos llamaban cariñosamente Flora, como si fuera un miembro más de la familia. De pronto se anuncia la llegada de un toro. La aldea en pleno estaba apiñada en la playa esperando ver salir al toro del barco.

Es un novillote mansurrón de medio año. Al verle prorrumpieron todos en exclamaciones de sorpresa como quien ve la mar por primera vez. Allá en un yerbazal le esperaba la vaca y los dos se saludaron amistosamente oliéndose y poniéndose a pacer sin volverse a separar.

Hombres y mujeres, niños y viejos se pasan las horas muertas mirando al toro desde lejos como mirarían los niños españoles a un elefante o a un tigre de Bengala.

Un blanco sugirió la idea de tener una corrida, y que yo debo ser el torero por ser el único español. Veo que no voy a tener más remedio que aceptar aunque se mueran de envidia y celos Belmonte y compañía.

La vida, pues, en Kotzebue no deja de tener sus novedades y aventuras, sus rutinas y sus sorpresas, sus vaivenes, en fin, como la vida en cualquier otro lugar. Poco a poco se va uno compenetrando con el lugar y las personas hasta convertirse al fin en jugo y sangre de la localidad.

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EN LAS LOMAS DEL POLO NORTE

miércoles, 1 de julio de 2009
SEGUNDO LLORENTE, S.J.

LA VIDA EN KOTZEBUE

Estragos del alcoholismo

Dije que aquí, en Kotzebue, me estaba yo tratando a cuerpo de rey. Por desgracia hoy día los reyes no son las personas más envidiables. Es un privilegio vivir aquí; pero todo privilegio tiene su contrapeso.

Varias familias católicas se han mudado a otras aldeas y se han perdido de vista. Otras se han vuelto al cuakerismo como el perro a vómito. Otras llevan una vida espiritual a media máquina, cojeando visiblemente o dando unos tropezones peligrosísimos, demostrando con luz meridiana que la luz de la fe en sus almas está dando continuas boqueadas, siempre a punto de extinguirse.

La borrachera está a la orden del día. Cuando un eskimal gana una peseta, la gasta en vino. Entre tanto los niños visten andrajos y están en los huesos. En la mayoría de las casas que he visitado no he visto cosa de provecho en punto de alimentos, pero si he visto muchas botellas vacías amontonadas detrás de las casas, en la basura.

Un joven bebió alcohol puro sin diluirlo y murió al día siguiente con los intestinos estrangulados y con dolores tan intensos que le quitaron el conocimiento. A los dos meses un primo suyo hizo lo mismo y murió de la misma manera a las veinticuatro horas.

Dos madres de familia, católicas, compraron un garrafón de vino. Después de beber hasta embriagarse fueron con el garrafón a un vecino cuákero que dormía tranquilamente; le insultaron, le despertaron, le convidaron, se emborrachó, riñeron, a una le llenó la cara de renegridos y a otra le dio tal puñetazo en un ojo que la tiró para atrás y al caer se hirió seriamente contra el canto de una mesa. Con el ojo y nuca vendados hizo mucha impresión al juez, quien condenó al cuákero a seis meses de cárcel.

Otra católica, apostólica, romana, llevaba en los brazos a una hijita de dos semanas. Se emborrachó, cayó sobre la criatura y la mató. Podía seguir con una letanía de casos parecidos; pero bastan los apuntados.

Los causantes de estas borracheras son los blancos. Ahora entiendo perfectamente por qué los Misioneros exigieron al rey de España una independencia completa en las Misiones del Paraguay. Un blanco sólo tiene la virtud de echar por tierra en un invierno toda la obra levantada penosamente en una generación.

Pero no hay que desalentarse. Vivimos entre salvajes, y no hay que perderlo nunca de vista. O, si se los quiere llamar de otro modo, llamémoslos paganos, que eso son.

El quicio de la dificultad está en hacerse cargo de la situación y tratar de mejorarla con buen humor, mirando el desaliento como al mayor enemigo y como a la tentación más fuerte con que Satanás le, puede atacar a uno.

Los coros angélicos tuvieron un Lucifer; el colegio apostólico tuvo un Judas; los primeros diáconos tuvieron un Nicolao; la jerarquía católica produjo un Arrio ; las Religiones dieron al mundo heresiarcas a granel. ¿Por qué va a ser menos Kotzebue?
Y si apuramos más la cuestión hay que hacer justicia a Kotzebue y decir que en comparación de los individuos de izquierda mencionados, somos todos poco menos que canonizables.

En esta aldeita diminuta tengo yo arriba de treinta personas verdaderamente buenas. Jamás pierden la Misa los domingos y días festivos y viven como Dios manda, que no es poco decir.

Hay en ese grupo algunas personas que vienen a Misa diariamente. Antes de comenzar la Misa tornan una hostia y la ponen en el altar. Así no tengo que andar preguntando cuántos desean comulgar.

La iglesia es sólo para los domingos. Los días de semana digo Misa en un cuartito muy mono con un altar guapísimo que se calienta con sólo abrir la puerta que le comunica con la cocina.

¿Un murciélago gigante?

Hay no pocos pormenores interesantes acerca de la vida en Kotzebue. Ayer las olas nos dejaron en la playa un bicho raro que será enviado a la Universidad de Fairbanks para que algún naturalista curioso lo analice. Tiene cuerpo de zorra, alas de murciélago y dos patas de cordero. Tiene una dentadura delgada muy fina.

Todo él está medio comido, aunque se le puede estudiar muy bien la contextura esquelética sin necesidad de suplir con la imaginación órganos nuevos. ¿De dónde vino? ¿Se trata de un murciélago gigante?

Dicen que en las islas Hawai se dan murciélagos de un tamaño desmesurado. Si este animal es un murciélago, confieso que he vivido hasta aquí en un mundo falto de emociones. Porque habrá que ver la impresión que hará ver revolotear encima de la cabeza a un bicho como una zorra con pezuñas en las patas, dientes afilados y cola sabe Dios cómo. Realmente que vivimos aquí en el fin del mundo.

La visita de la viuda del aviador Post.

Hace unos días atracó en la bahía el barco del Gobierno que surte a las escuelas, hospitales y estaciones de telégrafo del territorio. Entre los pasajeros que vinieron a tierra se encontraban dos señoras aun no entradas en años.

Una era la viuda del aviador yanki Post, que dio la vuelta al mundo sólo en su aeroplano y que luego se mató al norte de Kotzebue, en otro intento de vuelo alrededor del globo.

Venía a presenciar la dedicación de una lápida al intrépido aviador. Con ella viajaba una enfermera oficial, católica, y las dos vinieron a verme, o mejor, a ver al Misionero, pues no nos habíamos visto jamás.

Resultó que durante la visita se encapotó el cielo y nos envió un chaparrón que llevaba camino de no parar. No tenían con qué defenderse de la lluvia. Tampoco tenían a dónde ir. Lo que teníamos los tres era un hambre canina.

Aunque yo siempre me las eché de buen cocinero, pero ahora al ver que la cosa iba en serio protesté que no sabía nada de cocina; que mis guisos eran una farsa; que aunque bastaban y sobraban para mí, a ellas les iban a dar una indigestión que las podía costar la vida.

Puestos estos prenotandos y viendo las caras de hambre que tenían, encendí la lumbre y procedí a guisar una cena en toda regla. Mientras comían, todo eran exclamaciones de ¡Ay, qué rico está este arroz! ¡Pero qué sabor tan de cielo! ¡Yo voy a reventar! ¡Yo también! ¡En mi vida he probado arroz tan rico! ¡Y lo preparó en un santiamén! ¡Pues estas peras en conserva! ¿Verdad que hemos salido ganando?

Por fin, una se echó a reír y dijo que lo que más la divertía era el hecho de que un sacerdote se había convertido en cocinero de señoras. Nos reímos los tres de la ocurrencia y concluimos que Alaska es un país extraño donde el noventa por ciento de las veces ocurre lo inesperado y donde hay que estar siempre preparados para salir airosamente de situaciones que le asaltan a uno como ladrón nocturno.

La expedición del P. Hubbard: origen de los eskimales

Otra visita muy distinta fue la de la expedición del P. Hubbard. Después de haber pasado el invierno en King Island, apenas desapareció el hielo, armó el Padre una úmiak o barcaza inmensa hecha de pieles de focas, cosidas como sólo los eskimales saben coserlas. Esas barcas flotan como burbujas y no se hunden en las tempestades más huracanadas.


Tomó el Padre consigo seis eskimales, y con ellos y con dos blancos, antiguos discípulos suyos, que le siguen en todas las expediciones científicas, se lanzó a explorar las costas del Océano Glacial Artico, para ver de averiguar si los eskimales son todos de la misma raza y si vinieron del continente asiático en expediciones aisladas o en masas considerables.

Que los eskimales son de origen mongol está ya fuera de toda duda. Basta verlos, sin otras pruebas científicas que lo comprueban y que sería prolijo enumerar.

Lo más difícil de asentares la época en que emigraron. Tal vez lo hicieron a principios del siglo XIII, huyendo de las levas de Genghis Khan, aquel celebrado mongol que extendió sus dominios desde el golfo Pérsico hasta Siberia.

Desde los cabos siberianos pudieron muy bien ponerse en las islas Diomedes en menos de tres días. Desde esas islas pudieron navegar hasta el cabo Wales, de Alaska, en menos de dos días.

Con viento favorable, una úmiak se desliza por la superficie del agua con una rapidez poco inferior a la de las gasolineras de nuestros días.

Pues bien: el P. Bernardo Hubbard halló el mismo tipo, las mismas características, y, con excepción de algunas variantes mayores o menores, la misma lengua. Los seis eskimales que le acompañaban hablaron perfectamente en su lengua con todos los pueblos de la costa, desde Nome hasta Point Barrow, y más al nordeste en las costas del mar glacial.

Ya de vuelta hicieron alto en Kotzebue y se alojaron aquí en casa. Comparando su lengua con la que yo había aprendido en el Yukon - que es la misma que se habla tierra adentro hasta el río Kuskokwim-, pudimos ver que algunas palabras eran idénticas, otras eran parecidas y, naturalmente, muchísimas eran completamente distintas.

Teniendo en cuenta que los alemanes pueden leer noruego, los castellanos italiano y los gallegos catalán, hay razones convincentes para afirmar que emigraron en masa desde Siberia y tenían entonces una misma lengua.

Más tarde, a medida que se desperdigaban por las riberas de los ríos y se propagaban con la prolificencia que los caracteriza, cada región se desligó más o menos de las demás y desarrolló un dialecto emparentado con el de las regiones hermanas.

La explicación es satisfactoria. Hoy día los periódicos, la radio, los trenes y las carreteras tienden a unificar la lengua, la vida y las costumbres de los pueblos.

Cuando no había eso, nuestra misma España era un hervidero de dialectos y regionalismos. Sin ir a los extremos del gallego y el andaluz, los labradores leoneses tienen para los instrumentos de labranza nombres que no entienden los palentinos, y viceversa.

Lo mismo ocurrió en Alaska, cruzada por desiertos, marismas, ríos y cordilleras impasables. Lo que importa a nuestro caso es que este hecho no había sido comprobado hasta este verano.

El P. Hubbard lo comprobó, aunque le costó dos meses de vida errante por costas inhospitalarias en una úmiak que navegó 2.000 millas impelida por un motor de gasolina.

¡Cómo estaban cuando llegaron a Kotzebue! Ojos hinchados de no dormir, melenas ensortijadas, manos de carboneros, barbas que espantaban, doblados por el cansancio de 48 horas de marcha ininterrumpida aguantando llovizna tras llovizna con impermeables pesados, tiritando de frío y medio reventados.

No quisieron desayuno. Tendieron en el suelo los sacos de dormir y se metieron en ellos como conejos en las madrigueras. El P. Hubbard, a fuerza de rogárselo, se acostó en mi cama. Bajé todas las corotinas, cerré todas las puertas, y la expedición durmió trece horas seguidas en un silencio de sepultura.

Cuando despertaron estaban hambrientos como Lobos. Puse en marcha las sartenes y las ollas y esta a tare que preparar un banquete, no para señoras quebradizas, sino para exploradores de pelo en pecho, rollizos e inquebrantables. Uno se quejaba de que aquello no tenía bastante sal, otro hacía mueca a los tomates y el de más allá gruñía porque no había puesto más cebollas. Al fin hubo para todos los gustos y terminamos en paz.

El P. Hubbard nació y se crió en California. En el tacho de su padre trabajaban peones mejicanos y a ellos aprendió a chapurrear el español. Conserva algunas palabras muy fuertes que me hicieron reír.

Más tarde, al terminar los estudios eclesiásticos en Austria, dio una vuelta por España y estuvo un mes en Lequeitio haciendo de capellán de la emperatriz Zita. Oír hablar de Lequeitio en Kotzebue es cuanto se puede pedir.

Después de tres días de convivencia patriarcal, la expedición se puso en marcha camino de Nome. Iban renovados en todo. Alegres, la ropa seca, y hasta afeitados. Al P. Hubbard le corté yo mismo el pelo para que no se lo tomaran en Nome, donde le aguardaba la población con una expectación inmensa.

Al verme de nuevo solo en la cocina, no tuve tiempo para pensar en soledades. Allí estaban tirados por todas partes platos, cuchillos, jícaras, cáscaras de huevo... ¡Dios mío, cómo me dejaron la cocina!

Las ballenas

Cuando doy por las tardes un paseo a lo largo de la playa no es mi único fin respirar aire puro ni espaciar la vista por el vasto horizonte ni siquiera ver cómo los pescadores sacan de las redes docenas de salmones.

Lo que me arrastra a la playa es la posibilidad de que hayan arribado las lanchas balleneras. ¡Qué impresión tan extraña para un español tocar con el bastón los lomos rollizos de una ballena descomunal recién cogida!

La última expedición volvió con tres: la madre y dos crías. Estas fueron arrastradas y dejadas en seco sobre el cascajo; la madre tuvo que ser despedazada dentro del agua donde tocó la arena con la barriga, pues su corpulencia desmesurada frustró todo conato de arrastre.

Armadas de cuchillos afiladísimos, las mujeres más diestras despachan una ballena de dos toneladas en menos de una hora. Aunque la ballena pertenece al que le metió la bala por el cuello, sin embargo es costumbre inmemorial que los que no tengan nada que comer carguen con un par de canastas de ración. Dios Nuestro Señor hizo la ballena tan grande que da ración suficiente para toda la aldea.

A veces vienen de alta mar con 25 ballenas preciosísimas. Y es que no son sólo las personas las que comen ballena, ni muchísimo menos; los que hacen el verdadero gasto son los perros, que engordan con ella de una manera pasmosa.

Mis cuentos a los niños

Aunque vivo solo en esta casa, pero eso es técnicamente hablando; en la práctica, me ahoga tanta compañía y quisiera vivir más solo. Las dos puertas se abren y cierran sin interrupción y desde el desayuno hasta la cena mi casa es un verdadero mercado.

Tres noches a la semana cuento historias a la rapacería. Sentados en los bancos del catecismo niños y niñas, atizo la estufa, apago la luz y me paseo por entre ellos contando cuentos. Son cuentos originales.

Empiezo sin saber cómo, sigo a la buena de Dios, enredo la narración con tramas y nudos que no sé cómo voy a soltar, lo desenredo todo finalmente sin explicarme yo mismo cómo se me ocurrió aquello para salir del paso, y por fin termino sin saber yo mismo que iba a terminar así.

Pero el efecto es terrible. Monstruos horribles y espantosos, que habitan en cavernas oceánicas dejan aquellos antros a media noche y caen cautelosamente sobre aldeas descuidadas. Hay que llenar luego media hora con episodios que le ocurren al monstruo.

Algunos de esos gigantes tienen una boca más grande que esta puerta, unos brazos como ese poste, siete piernas como aquella viga y un ojo en la cabeza tan grande como esta estufa. Los oyentes se apretujan unos contra otros y dejan escapar a cada paso unos suspiros medrosos que me han obligado más de una vez a encender la luz a la mitad del cuento y tocarles el acordeón para contrarrestar el efecto de pánico que ya los iba envolviendo como una boa en sus anillos gigantes.

A la noche siguiente tengo un auditorio doble. Algunas veces, en vez de catequesis, tengo cuentos aun con los adultos que, a fin de cuentas, son niños crecidos.

Un toro en Alaska

Terminemos este capítulo con un episodio típico de lo apartado que está Kotzebue del resto del mundo.


No se había visto por aquí una vaca jamás. Deseando tener leche fresca un almacenista trajo el año pasado una vaca suiza que pasó el invierno en un establo calentada por una estufa.


Los eskimales ya se iban haciendo a la vaca, a quien todos llamaban cariñosamente Flora, como si fuera un miembro más de la familia. De pronto se anuncia la llegada de un toro. La aldea en pleno estaba apiñada en la playa esperando ver salir al toro del barco.

Es un novillote mansurrón de medio año. Al verle prorrumpieron todos en exclamaciones de sorpresa como quien ve la mar por primera vez. Allá en un yerbazal le esperaba la vaca y los dos se saludaron amistosamente oliéndose y poniéndose a pacer sin volverse a separar.

Hombres y mujeres, niños y viejos se pasan las horas muertas mirando al toro desde lejos como mirarían los niños españoles a un elefante o a un tigre de Bengala.

Un blanco sugirió la idea de tener una corrida, y que yo debo ser el torero por ser el único español. Veo que no voy a tener más remedio que aceptar aunque se mueran de envidia y celos Belmonte y compañía.

La vida, pues, en Kotzebue no deja de tener sus novedades y aventuras, sus rutinas y sus sorpresas, sus vaivenes, en fin, como la vida en cualquier otro lugar. Poco a poco se va uno compenetrando con el lugar y las personas hasta convertirse al fin en jugo y sangre de la localidad.

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soy diseñadora gráfica y profesora de religión y de lengua y literatura
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