POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.
EL OASIS DE PILGRIM SPRINGS
El orfanotrofio de Pilgrim Springs
Después de haber pasado en la aldea polar de Kotzebue nueve meses consecutivos de invierno, meses de aislamiento absoluto, de tormentas, de frío y de noches que no amanecen, un día, al apuntar la primavera, me llegó una orden en virtud de la cual debía yo tomar el primer aeroplano disponible y volar a Pilgrim Springs, doscientos kilómetros al sur de Kotzebue.
El aeroplano llegó al vuelo y pronto me vi al ras de las nubes volando ruidosamente hacia el sur. Era para mi aquel un camino nuevo y desconocido. Poco antes de llegar a mi destino me dio voces el piloto rogándome que mirase a la derecha, donde pude ver una cruz incrustada en las rocas cumbres de un despeñadero. Allí abajo, en aquel valle fue hallado muerto el P. Ruppert, de grata memoria para los aficionados a las Misiones.
La cruz estaba muda y como perdida en aquella soledad de sepulcro. Nadie en el mundo la ha visto ni la verá jamás, pero, a pesar de los pesares, está allí erguida y satisfecha de realizar bien su cometido. A pocos minutos de ver la cruz llegamos al término del viaje.
Pilgrim Springs —Balnearios del Peregrino—, una escuela semejante en todo a la de Akulurak, que ya conocen los lectores de EN EL PAÍS DE LOS ETERNOS HIELOS.
En 1919, los Padres de Nome se internaron en la península de Seward y pernoctaron una noche en una venta que se alzaba en las márgenes de un arroyuelo en el que brota agua caliente —casi hirviendo— y al que iban a tomar las aguas los mineros afectados de reumatismo. En aquella venta se habían jugado fortunas enteras, y en ella la borrachera se había convertido en artículo de primera necesidad.
Hablando, hablando con el ventero, se llegó a un acuerdo, y los Padres compraron la venta con toda la propiedad adyacente, incluyendo los manantiales termales. Levantaron pronto unos edificios provisionales, y al año siguiente ya funcionaba la escuela.
Hoy el personal está formado por un Padre, dos Hermanos Coadjutores, cinco monjas Ursulinas y una rapacería bulliciosa que oscila entre sesenta y siete y setenta muchachos.
A diferencia de Akulurak, donde todos son eskimales puros y huérfanos, aquí son en su mayoría mestizos e incluso blancos, hijos de mineros vagabundos o desaparecidos o bien octogenarios, pero con una familia numerosa, y viudos.
Es un hecho que he observado de cerca y que rara vez falla. Estos rubios aventureros del Polo se casan a los sesenta con una indígena de veinte. Quince años más tarde se muere ella, y él queda viudo con siete hijos pequeños. Envejecido y violento no puede cuidar de familia tan necesitada; y la solución, desde 1920, ha sido muy sencilla: que los Padres de Springs carguen con ellos.
En algunos casos, raros, él se vuelve a casar, y me consta de un caso en el que todavía nació otra criatura. Por eso un mal intencionado dijo que aquí se conserva la virilidad hasta varias horas después de muerto.
La comunidad, los niños y el balneario
Inútil es decir que la terna que forma la Comunidad me recibió con los brazos abiertos, y pronto nos vimos enfrascados en una charla por demás amena. Por entonces empezaban a llegar noticias detalladas sobre la toma de Madrid, y decidimos escribir al general Franco en inglés y en español dándole el parabién y ofreciéndole nuestras oraciones para que lleve a feliz término lo comenzado.
Como mi visita no había de durar más que unos días, me apresuré a visitar las escuelas, donde pasé horas amenísimas contanto historias tétricas y de ladrones a la chiquillería.
Desfilaron ante nosotros procesiones de esqueletos nocturnos con candelas apagadas que venían en nuestra busca, pero que no nos hallaron porque las velas, como ya dijimos, estaban apagadas, y además teníamos bien cerradas las puertas y ventanas.
Vimos dragones alados con multitud de cabezas y pescuezos larguísimos, y se nos cuajó la sangre cuando un lobo montuno, con dientes como los dedos de la mano y ojos como tizones, atacó una choza donde dormía un niño angelical con la cabecita llena de rizos encantadores. Afortunadamente el lobo no salió con la suya, porque estaba en acecho un hombre, que le pegó dos tiros y le mató, y con eso respiramos todos y se nos ensanchó el corazón.
Luego me llevaron a ver el balneario. Todo el riachuelo, que se retuerce por la propiedad de la Misión, burbujea sin cesar y emite vapores que campean más en aquel panorama blanquísimo con un fondo de montañas repletas de nieve que amontonan mil ventisqueros invisibles. Se experimenta una sensación singular al meter la mano y sentir el agua caliente, mientras las botas están a la orilla hundidas a dos palmos de nieve.
A un lado del arroyo brotan tres manantiales copiosos que cubren sendas casetas con el fin de permitir baños privados. Es agua sulfúrica en ebullición, que apesta las primeras veces y que le cuece a une los huesos.
Ahí se matan los artritismos y toda su familia de reumas, como lo están continuamente experimentando no pocos huéspedes tullidos o en vías de estarlo. Aunque, por la gracia de Dios, yo no lo estoy, me bañé dos veces y sudé gotas gordas que me dejaron rendido y me trajeron un sueño reparador muy de desear.
La rapacería se baña todos los sábados, en grupos, vigilados por el H. Prefecto.
La tragedia del P. Ruppert.
Otro día hice, solo, una visita al cementerio, sito en un altozano, como a un kilómetro de las escuelas. Entre crucecitas de niños se alza la cruz del P. Ruppert.
Los que le ven en el cuadro del Vaticano, tendido en la nieve con el perro al lado, a modo de centinela, no experimentan ni la mitad del escalofrío que le corre a uno cuando separa a rezar un De profundis en la sepultura cubierta de nieve.
El Hermano Wilhalm me dio detalles tristísimos sobre su muerte. Aquí están seguros de que el pobre P. Ruppert pereció víctima de un desequilibrio mental muy común en estas regiones solitarias.
Aunque tenía un guía muy experto que había recorrido cien veces aquellos parajes y los sabia de memoria, el Padre insistió en querer probar fortuna por un atajo que a él le pareció que lo era, pero que al avisado guía le pareció un disparate rotundo. El Padre cortó por lo sano despidiendo al guía y lanzándose solo por el presunto y desdichado atajo en la mañana frigidísima del 16 de diciembre de 1923.
Al día siguiente llegó a la Misión, suelto y asustadizo, uno de los perros del trineo. —Malo —se dijeron en casa—; aquí ha ocurrido algo gordo.
Al día siguiente vino un viejo, y en la conversación dijo casualmente que había descubierto pisadas errantes de alguno que estaba o perdido o aterido. Una simple pisada en la nieve le dice mundos al eskimal avezado.
Por la tarde llegó otro perro suelto y asustadizo como el primero. Por la noche llegó otro. Aquello se iba poniendo demasiado serio, y el corazón comenzó a latir un poco de prisa.
Al amanecer salieron los dos hermanos con el viejo, pero no encontraron nada. Volvieron al día siguiente con un chico que los quiso acompañar, y a poco encontraron la gorra del Padre —una gorra de piel de castor— medio comida por los perros.
Siguieron un rastro que se extendía por círculos extraviados y, al doblar un terraplén, vieron sobre el hielo del río a Mink, el perro delantero, acurrucado junto al cadáver. Es falso que el perro ladrase y defendiese al Padre. Al verlos, el perro se les acercó muy zalamero, como no podía menos de suceder, pues eran los amos y se había criado con ellos.
Como no hay regla sin excepción, aunque en semejantes circunstancias los cadáveres aparecen boca abajo, el P. Ruppert estaba tendido boca arriba con los brazos extendidos, helado y tieso como hierro, no con el abrigo puesto, como aparece en el famoso dibujo, sino en mangas de camisa.
Varios cadáveres han sido hallados completamente desnudos, helados y rígidos, pues es un hecho comprobado que el frío excesivo produce los efectos de asfixia por aquello de que los extremos se tocan.
Llevado penosamente a la Misión, le reblandecieron con agua hirviendo hasta que lograron doblarle los brazos y ajustarle en el ataúd. Hubo lágrimas amargas al par que resignadas, y en la Misión todos adoraron los inescrutables juicios de Dios.
Sé buscó en vano el trineo por todos los alrededores, hasta que ya avanzada la primavera, el Hermano Jansen que se dirigía a Nome, lo halló donde nadie lo esperaba. Allí estaban los arreos de los perros, recogidos y cuidadosamente doblados. Cerca estaba un cajón de naranjas ya podridas.
Más allá estaba el parke o abrigo de pieles, muy bien dobladito, sobre la copa de un arbusto pequeño repleto de ramaje. En el trineo había un sobre con dos billetes de cien dólares cada uno. Era el dinero para una estatua de San José qua habían encargado.Este hallazgo peregrino convenció finalmente a los Padres que el malogrado P. Ruppert se extravió, vagó en todas direcciones y, como tal vez el perro delantero tiraba para donde al Padre le parecía que no era razón tirar, soltó los perros y se dirigió a pie, solo, de noche, hambriento y tiritando hasta que no pudo más. Probablemente dio voces y escuchó; pero, con una montaña de por medio, ¿quién le iba a responder?
Aquella misma noche en Nome, a ochenta kilómetros de distancia, un señor fue a visitar al P. Lafortune para decirle que no podía echar de sí la convicción de que el P. Ruppert estaba sufriendo penosísimamente. El P. Lafortune rió la broma, le dio un cigarro y ahí paró todo.
Finalmente, Mink, el perro famoso, quedó tan escarmentado que cuando el Hermano le sacaba los domingos a dar un paseo, no se le apartaba de las piernas, y un día, como al trepar un ribazo el Hermano cayese de bruces, Mink se alborotó sobremanera y le empezó a ayudar a levantarse.
Fingió el Hermano varias veces caerse y quedar inmóvil, y el perro le levantaba agarrándole por el cuello del abrigo. Tal vez aquello era una repetición macabra de su comportamiento fiel y caballeroso con el moribundo P. Ruppert. Todo esto me contó el buen H. Wilhalm, uno de los fundadores de la Misión.
Aquí en Springs hay un grupo de huérfanos de Kotzebue, mis parroquianos, y con ellos me saqué varias fotos vestido con el abrigo del P. Ruppert, que se conserva tal y como lo encontró el Hermano.
Días agradables.
¡Qué días tan agradables los que pasé en Springs! Mi visita fue aprovechada para variar de confesor, y todos desfilaron por mi confesionario. Les oí dos Misas cantadas, preciosamente ejecutadas, y las monjas me forzaron a darles tres pláticas sobre algún tema subido que las sacase de la rutina prosaica de la escuela. Escogí las «MORADAS DE SANTA TERESA», y divagamos libremente sobre diversas formas de misticismo clásico y genuino. Asimismo pasamos juntos algunas recreaciones muy divertidas.
Después de nueve meses de aislamiento entre eskimales embotados, estas conversaciones tenían auras de oasis en un desierto retostado y solitario.
Otra experiencia digna de mención es el contento natural, que me embargaba cada vez que me sentaba a la mesa y veía los manjares listos sin que yo les hubiese guisado, es decir, sin que yo hubiera pelado las patatas, sin que yo hubiera cortado la carne, sin que yo hubiera tenido que atizar y soplar el fuego, mohino y malhumorado, como lo había venido haciendo todo el invierno.
Hubo también ratos de ajedrez, con el consiguiente esfuerzo mental callado, pero tenaz y visible en jaques mates que nos administrábamos sin compasión.
EL OASIS DE PILGRIM SPRINGS
El orfanotrofio de Pilgrim Springs
Después de haber pasado en la aldea polar de Kotzebue nueve meses consecutivos de invierno, meses de aislamiento absoluto, de tormentas, de frío y de noches que no amanecen, un día, al apuntar la primavera, me llegó una orden en virtud de la cual debía yo tomar el primer aeroplano disponible y volar a Pilgrim Springs, doscientos kilómetros al sur de Kotzebue.
El aeroplano llegó al vuelo y pronto me vi al ras de las nubes volando ruidosamente hacia el sur. Era para mi aquel un camino nuevo y desconocido. Poco antes de llegar a mi destino me dio voces el piloto rogándome que mirase a la derecha, donde pude ver una cruz incrustada en las rocas cumbres de un despeñadero. Allí abajo, en aquel valle fue hallado muerto el P. Ruppert, de grata memoria para los aficionados a las Misiones.
La cruz estaba muda y como perdida en aquella soledad de sepulcro. Nadie en el mundo la ha visto ni la verá jamás, pero, a pesar de los pesares, está allí erguida y satisfecha de realizar bien su cometido. A pocos minutos de ver la cruz llegamos al término del viaje.
Pilgrim Springs —Balnearios del Peregrino—, una escuela semejante en todo a la de Akulurak, que ya conocen los lectores de EN EL PAÍS DE LOS ETERNOS HIELOS.
En 1919, los Padres de Nome se internaron en la península de Seward y pernoctaron una noche en una venta que se alzaba en las márgenes de un arroyuelo en el que brota agua caliente —casi hirviendo— y al que iban a tomar las aguas los mineros afectados de reumatismo. En aquella venta se habían jugado fortunas enteras, y en ella la borrachera se había convertido en artículo de primera necesidad.
Hablando, hablando con el ventero, se llegó a un acuerdo, y los Padres compraron la venta con toda la propiedad adyacente, incluyendo los manantiales termales. Levantaron pronto unos edificios provisionales, y al año siguiente ya funcionaba la escuela.
Hoy el personal está formado por un Padre, dos Hermanos Coadjutores, cinco monjas Ursulinas y una rapacería bulliciosa que oscila entre sesenta y siete y setenta muchachos.
A diferencia de Akulurak, donde todos son eskimales puros y huérfanos, aquí son en su mayoría mestizos e incluso blancos, hijos de mineros vagabundos o desaparecidos o bien octogenarios, pero con una familia numerosa, y viudos.
Es un hecho que he observado de cerca y que rara vez falla. Estos rubios aventureros del Polo se casan a los sesenta con una indígena de veinte. Quince años más tarde se muere ella, y él queda viudo con siete hijos pequeños. Envejecido y violento no puede cuidar de familia tan necesitada; y la solución, desde 1920, ha sido muy sencilla: que los Padres de Springs carguen con ellos.
En algunos casos, raros, él se vuelve a casar, y me consta de un caso en el que todavía nació otra criatura. Por eso un mal intencionado dijo que aquí se conserva la virilidad hasta varias horas después de muerto.
La comunidad, los niños y el balneario
Inútil es decir que la terna que forma la Comunidad me recibió con los brazos abiertos, y pronto nos vimos enfrascados en una charla por demás amena. Por entonces empezaban a llegar noticias detalladas sobre la toma de Madrid, y decidimos escribir al general Franco en inglés y en español dándole el parabién y ofreciéndole nuestras oraciones para que lleve a feliz término lo comenzado.
Como mi visita no había de durar más que unos días, me apresuré a visitar las escuelas, donde pasé horas amenísimas contanto historias tétricas y de ladrones a la chiquillería.
Desfilaron ante nosotros procesiones de esqueletos nocturnos con candelas apagadas que venían en nuestra busca, pero que no nos hallaron porque las velas, como ya dijimos, estaban apagadas, y además teníamos bien cerradas las puertas y ventanas.
Vimos dragones alados con multitud de cabezas y pescuezos larguísimos, y se nos cuajó la sangre cuando un lobo montuno, con dientes como los dedos de la mano y ojos como tizones, atacó una choza donde dormía un niño angelical con la cabecita llena de rizos encantadores. Afortunadamente el lobo no salió con la suya, porque estaba en acecho un hombre, que le pegó dos tiros y le mató, y con eso respiramos todos y se nos ensanchó el corazón.
Luego me llevaron a ver el balneario. Todo el riachuelo, que se retuerce por la propiedad de la Misión, burbujea sin cesar y emite vapores que campean más en aquel panorama blanquísimo con un fondo de montañas repletas de nieve que amontonan mil ventisqueros invisibles. Se experimenta una sensación singular al meter la mano y sentir el agua caliente, mientras las botas están a la orilla hundidas a dos palmos de nieve.
A un lado del arroyo brotan tres manantiales copiosos que cubren sendas casetas con el fin de permitir baños privados. Es agua sulfúrica en ebullición, que apesta las primeras veces y que le cuece a une los huesos.
Ahí se matan los artritismos y toda su familia de reumas, como lo están continuamente experimentando no pocos huéspedes tullidos o en vías de estarlo. Aunque, por la gracia de Dios, yo no lo estoy, me bañé dos veces y sudé gotas gordas que me dejaron rendido y me trajeron un sueño reparador muy de desear.
La rapacería se baña todos los sábados, en grupos, vigilados por el H. Prefecto.
La tragedia del P. Ruppert.
Otro día hice, solo, una visita al cementerio, sito en un altozano, como a un kilómetro de las escuelas. Entre crucecitas de niños se alza la cruz del P. Ruppert.
Los que le ven en el cuadro del Vaticano, tendido en la nieve con el perro al lado, a modo de centinela, no experimentan ni la mitad del escalofrío que le corre a uno cuando separa a rezar un De profundis en la sepultura cubierta de nieve.
El Hermano Wilhalm me dio detalles tristísimos sobre su muerte. Aquí están seguros de que el pobre P. Ruppert pereció víctima de un desequilibrio mental muy común en estas regiones solitarias.
Aunque tenía un guía muy experto que había recorrido cien veces aquellos parajes y los sabia de memoria, el Padre insistió en querer probar fortuna por un atajo que a él le pareció que lo era, pero que al avisado guía le pareció un disparate rotundo. El Padre cortó por lo sano despidiendo al guía y lanzándose solo por el presunto y desdichado atajo en la mañana frigidísima del 16 de diciembre de 1923.
Al día siguiente llegó a la Misión, suelto y asustadizo, uno de los perros del trineo. —Malo —se dijeron en casa—; aquí ha ocurrido algo gordo.
Al día siguiente vino un viejo, y en la conversación dijo casualmente que había descubierto pisadas errantes de alguno que estaba o perdido o aterido. Una simple pisada en la nieve le dice mundos al eskimal avezado.
Por la tarde llegó otro perro suelto y asustadizo como el primero. Por la noche llegó otro. Aquello se iba poniendo demasiado serio, y el corazón comenzó a latir un poco de prisa.
Al amanecer salieron los dos hermanos con el viejo, pero no encontraron nada. Volvieron al día siguiente con un chico que los quiso acompañar, y a poco encontraron la gorra del Padre —una gorra de piel de castor— medio comida por los perros.
Siguieron un rastro que se extendía por círculos extraviados y, al doblar un terraplén, vieron sobre el hielo del río a Mink, el perro delantero, acurrucado junto al cadáver. Es falso que el perro ladrase y defendiese al Padre. Al verlos, el perro se les acercó muy zalamero, como no podía menos de suceder, pues eran los amos y se había criado con ellos.
Como no hay regla sin excepción, aunque en semejantes circunstancias los cadáveres aparecen boca abajo, el P. Ruppert estaba tendido boca arriba con los brazos extendidos, helado y tieso como hierro, no con el abrigo puesto, como aparece en el famoso dibujo, sino en mangas de camisa.
Varios cadáveres han sido hallados completamente desnudos, helados y rígidos, pues es un hecho comprobado que el frío excesivo produce los efectos de asfixia por aquello de que los extremos se tocan.
Llevado penosamente a la Misión, le reblandecieron con agua hirviendo hasta que lograron doblarle los brazos y ajustarle en el ataúd. Hubo lágrimas amargas al par que resignadas, y en la Misión todos adoraron los inescrutables juicios de Dios.
Sé buscó en vano el trineo por todos los alrededores, hasta que ya avanzada la primavera, el Hermano Jansen que se dirigía a Nome, lo halló donde nadie lo esperaba. Allí estaban los arreos de los perros, recogidos y cuidadosamente doblados. Cerca estaba un cajón de naranjas ya podridas.
Más allá estaba el parke o abrigo de pieles, muy bien dobladito, sobre la copa de un arbusto pequeño repleto de ramaje. En el trineo había un sobre con dos billetes de cien dólares cada uno. Era el dinero para una estatua de San José qua habían encargado.Este hallazgo peregrino convenció finalmente a los Padres que el malogrado P. Ruppert se extravió, vagó en todas direcciones y, como tal vez el perro delantero tiraba para donde al Padre le parecía que no era razón tirar, soltó los perros y se dirigió a pie, solo, de noche, hambriento y tiritando hasta que no pudo más. Probablemente dio voces y escuchó; pero, con una montaña de por medio, ¿quién le iba a responder?
Aquella misma noche en Nome, a ochenta kilómetros de distancia, un señor fue a visitar al P. Lafortune para decirle que no podía echar de sí la convicción de que el P. Ruppert estaba sufriendo penosísimamente. El P. Lafortune rió la broma, le dio un cigarro y ahí paró todo.
Finalmente, Mink, el perro famoso, quedó tan escarmentado que cuando el Hermano le sacaba los domingos a dar un paseo, no se le apartaba de las piernas, y un día, como al trepar un ribazo el Hermano cayese de bruces, Mink se alborotó sobremanera y le empezó a ayudar a levantarse.
Fingió el Hermano varias veces caerse y quedar inmóvil, y el perro le levantaba agarrándole por el cuello del abrigo. Tal vez aquello era una repetición macabra de su comportamiento fiel y caballeroso con el moribundo P. Ruppert. Todo esto me contó el buen H. Wilhalm, uno de los fundadores de la Misión.
Aquí en Springs hay un grupo de huérfanos de Kotzebue, mis parroquianos, y con ellos me saqué varias fotos vestido con el abrigo del P. Ruppert, que se conserva tal y como lo encontró el Hermano.
Días agradables.
¡Qué días tan agradables los que pasé en Springs! Mi visita fue aprovechada para variar de confesor, y todos desfilaron por mi confesionario. Les oí dos Misas cantadas, preciosamente ejecutadas, y las monjas me forzaron a darles tres pláticas sobre algún tema subido que las sacase de la rutina prosaica de la escuela. Escogí las «MORADAS DE SANTA TERESA», y divagamos libremente sobre diversas formas de misticismo clásico y genuino. Asimismo pasamos juntos algunas recreaciones muy divertidas.
Después de nueve meses de aislamiento entre eskimales embotados, estas conversaciones tenían auras de oasis en un desierto retostado y solitario.
Otra experiencia digna de mención es el contento natural, que me embargaba cada vez que me sentaba a la mesa y veía los manjares listos sin que yo les hubiese guisado, es decir, sin que yo hubiera pelado las patatas, sin que yo hubiera cortado la carne, sin que yo hubiera tenido que atizar y soplar el fuego, mohino y malhumorado, como lo había venido haciendo todo el invierno.
Hubo también ratos de ajedrez, con el consiguiente esfuerzo mental callado, pero tenaz y visible en jaques mates que nos administrábamos sin compasión.
El sol de media noche.
Desde Springs fui a Nome —como veremos en otro capítulo—, y de vuelta a Kotzebue me detuve nuevamente en Springs, donde escribo estas líneas, y donde lo encontré todo muy cambiado. Ya no hay nieve en los llanos, aunque las cumbres de las montañas están blancas, con manchones negruzcos y sombríos. Los arbustos están cubiertos de follaje verde, y el campo está rejuvenecido y primaverizado. En los terrenos labrados, el Hermano ha plantado lechugas, cebollas, guisantes, nabos y patatas, y ayer le ayudé yo a plantar diez hileras de berzas, cuyos cogollos yo no veré ni gustaré, por no haber medios de comunicación entre Springs y Kotzebue.
Anoche me acosté a media noche, por el placer de ver el sol a ras del horizonte y rezar el Breviario en el jardín.
Con tanta luz solar, las hortalizas crecen con prisa y exhuberancia locas. Todo tiene que estar maduro para septiembre, cuando empiezan las heladas, que matan el suelo y no le dejan revivir hasta fines de mayo.
Aquí, en las fronteras del Círculo Polar Artico, donde todo es desierto, y pampa, y páramos estériles, y estepas rocosas, y ciénagas pantanosas; aquí, donde la naturaleza es una madrastra roñosa y sin entrañas; aquí, en estos horizontes solitarios habitados por el oso blanco, el lobo carnicero y el reno montaraz, aquí mismo, Dios nuestro Señor dejó caer de la mano un vallecito pintoresco, con sierras por vallado y el cielo por techumbre, y fabricó cariñosamente un terreno de entrañas blandas y pecho generoso que se deja hendir por la reja y da el ciento por uno para sostén de huerfanitos destituidos de todo otro medio de manutención.
Es un argumento más de la veracidad de las palabras evangélicas: “Si Dios alimenta las aves del cielo que no aran, ni siembran, ni recogen en graneros, y viste a los lirios de un ropaje envidiado por los reyes más abastados, ¿cómo se va a olvidar de nosotros, sus hijos, que tanto le costamos y a quienes ha dado muestras de amor tan paternal?»
¿Faltará el combustible?
Hasta ahora nos había provisto de combustible la selva de arbustos que crecían al calor de las aguas termales. La selva de1919 se ha convertido en espesuras cada vez más ralas de arbolillos cada vez más pequeños e inservibles. Dentro de dos años no quedará ni un árbol.
Se trate de traer por el río unas cincuenta toneladas de carbón que mantengan las estufas desde agosto hasta fines de mayo. Los gastos que esto supone se echan fácilmente de ver, y corren rumores de días aciagos para la escuela orfanotrofio de Pilgrim Springs, por falta de combustible.
¡Que el Señor de la mies no eche en olvido esta parcela de su viña universal!
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