POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.
LAS ISLAS DIOMEDES
El P. Cunninham.
A un tiro de piedra de una a otra, hay dos islas en la parte norte del embudo del Estrecho de Bering. Por entre las dos pasa la línea imaginaria que separa a un día de otro; el meridiano donde empiezan y rematan los siete días de la semana. La isla mayor se llama Diomedes la Grande, y pertenece a Rusia; la menor se llama Diomedes la Chica, y pertenece a los Estados Unidos.
Las dos islas están habitadas por eskimales de pura cepa. Los de Diomedes la Grande son paganos, porque así lo ha dispuesto Stalin; los de Diomedes la Chica son en su mayoría católicos, porque tienen la dicha de albergar en su isla al misionero jesuita Padre Tomás Cunninham, de treinta y tres años, natural de Nueva Zelanda, que es ni más ni menos el centro geográfico de los antípodas de España.
El P. Tomás vino a Alaska conmigo en 1935 y pasó el primer invierno en Nome. En el verano se enteró de las condiciones favorables de las islas Diomedes y se decidió a probar fortuna. Reunió a toda prisa el material necesario para levantar una capilla y navegó impertérrito por entre los bloques de hielo en una barcaza de piel de morsa.
Cuando cerró el invierno y cayó sobre la isla el primer manto de nieve, el Padre remachó los últimos clavos del tejado y se pudo guarecer adentro junto a la estufa. La novedad atrajo a los isleños, que empezaron a convertirse con toda sencillez e ingenuidad.
Acabo de pasar unos días con el Padre Tomás. El otro día, mientras trabajaba yo en la residencia de Nome, llamaron a la puerta y vi entrar un espectro que pugnó por sacarme los ojos de las órbitas. No cabía duda: aquel era el P. Tomás, Tom, como le llamamos en familia. En 1935, Tom era un mocetón esbelto y garrido, Hoy, Tom es una reliquia del pasado. Sin afeitar, los ojos hundidos, sucio, desaliñado y macilento sobremanera, Tom tiene todas las características de un cadáver ambulante.
Fauna marina
Las islas Diomedes han venido manteniendo poblaciones indígenas desde el alborear de los siglos, merced a las focas mofletudas que, en bandadas incontables, se divierten sin césar a corta distancia de la costa.
Sin mezclarse con las focas y en bandadas menos numerosas, merodean asimismo los contornos de la isla morsas gigantescas, llamadas también vacas marinas walrús, cuyos colmillos descomunales surten de marfil los mercados, más pródigamente que los elefantes, de Existencia precaria.
Las morsas tienen por Biblia el Korán. Cada macho es un califa, con un harén interminable de hembras, que le siguen muy sumisas, y las infidelidades se pagan con muerte instantánea, administrada por los malhadados colmillos.
Celos son también causa inacabable de colmillazos mortales y, finalmente, uno de los espectáculos más excitantes e imponentes de la creación es presenciar el combate a muerte de dos machos corpulentos en la playa arenosa de un islote remoto y solitario. El macho de edad madura pesa, aproximadamente, tres toneladas, y maneja unos colmillos de cuarenta kilogramos cada uno.
Con el vasto mar por plaza de toros y los dos harenes por testigos, los dos toros marinos se atacan y contraatacan, y gruñen, y bufan, y se acaballan, y se sumergen, y vuelven a la lidia con ojos de furor y sangre hasta que uno, en aquella esgrima a muerte, halla una entrada favorable y cae sobre el adversario con todo el ímpetu de que es capaz y le hunde los colmillos hasta la raíz.
Mientras el infeliz vencido agoniza en un oleaje de sangre, las viudas pasan a ser propiedad del vencedor, a quien acatan humildemente, y aquel harén crece y se multiplica.
Además de las focas y morsas surcan las aguas frías de Diomedes ballenas blancas en buen número y una variedad riquísima de peces de todos los colores. En el verano vienen los gansos y patos silvestres y lo llenan todo de huevos y pechugas.
Con estas ayudas de costa, los isleños pasan nueve meses en Diomedes, y en el verano van a Nome, donde trafican con el marfil y pieles sobadas y se proveen de ropas y alimentos para el resto del año en la isla.
En poder de los Soviets
El P. Tomás pasó allí el primer invierno sin percance alguno. Con el rifle al hombro, y bien abrigado, salía de caza con los indígenas y volvían todos arrastrando un trineo repleto de focas, que luego repartían amistosamente. Se ganó la simpatía de los isleños por su puntería feliz y su facilidad en aprender la lengua.
El segundo año se vió de hoz y coz en un apuro que no olvidará mientras viva. Era a la entrada del verano, y el Padre remaba con un grupo de isleños armados de rifles y arpones a caza de focas. A poco el cielo se encapotó, y el mar se alborotó, y la barca llegó a duras penas a una playa de Diomedes la grande, donde anclaron muy contentos y optimistas.
De repente, el Padre vió delante de sí a un hombre con uniforme ruso, que le puso el revólver a dos palmos de las narices. Retrocedió el Padre por instinto y chocó con el revólver de otro oficial, que le apuntaba a la nuca.
Le obligaron por señas a que les siguiera y le metieron en una caseta, donde le juzgaron sumarísimamente y le condenaron a ser deportado a Siberia, para ser allí fusilado.
Hacía de intérprete un mestizo que sabía ruso y eskimal. Los oficiales rusos dedujeron que el Padre Tomás era un espía, por dos razones: hablaba el eskimal, cosa inexplicable en un blanco, y pasaba todo el invierno en Diomedes la Chica, allí, a las puertas de la Rusia soviética, desde donde le era relativamente fácil espiar los hechos y dichos de los rojos.
Sólo un espía de profesión podía vivir allí. Además, a ningún sacerdote le está permitida la entrada en territorio alguno soviético sin pasaporte, y aquí estaba el Padre Tomás cogido con las manos en la masa.
Todo esto duró menos de media hora, encerrados en aquella caseta destartalada. Los remeros del Padre le esperaban afuera impacientes, y como tardaba en salir, y sospechasen que tal vez se estaba fraguando algo gordo, le dieron voces en eskimal preguntándole qué ocurría. El Padre les respondió también en eskimal que le querían matar. Entonces los remeros cargaron los rifles y metieron los cañones por los agujeros y resquicios.
Al ver esto el Padre dio un salto ligerísimo hacia la puerta, que abrió medio a ciegas y salió en menos que se tarda en decirlo. Los remeros insistieron en acribillar a balazos a los dos rusos, pero el Padre se lo estorbó.
Los rusos, aunque no entendían las palabras, vieron que aquello olía a chamusquina y se guardaron de asomarse a la puerta, quedando por el mero hecho prisioneros del P. Tomás y muertos de miedo. Allí quedaron los dos agazapados y frustrados en sus deseos carnívoros de caza clerical, a la que -como todos sabemos están aficionadísimos.
Al llegar aquí le pregunté al Padre si le había entrado miedo. Me respondió que, por espacio de cinco minutos, se convenció plenísimamente de que le fusilaban sin ambajes, y que en cinta cinematográfica desfiló ante sus ojos el pasado ruin y miserable de su vida criminal y deseó haber sitio mejor. Tuvo tedio de morir. Tuvo pánico de morir.
Luego se consoló pensando que moría en la brecha y que Jesucristo le había de recibir en sus brazos amorosos, y aquí estuvo a punto de llorar de devoción. Devoción y pánico se sucedían atropelladamente, cuando los renteros intervinieron en su favor y le salvaron. Era un día muy frío, pero el Padre Tomás sudaba copiosamente.
Frío y hambre.
Este último invierno ha sido tal vez el más duro en los fastos de la isla. A principios de diciembre la temperatura bajó a 500 bajo cero. Y ahí quedó estacionada hasta fines de marzo.
El Padre no estaba preparado para tamaña contingencia. Al levantarse por la mañana, la cocina estaba a 25° bajo cero. Así se le estropearon las patatas, los huevos y la leche condensada.
Como el combustible se le iba a marchas forzadas, quiso ahorrar lo más posible, pero los efectos en la temperatura fueron tales, que llegó a pensar seriamente en el peligro posible de helarse durante el sueño, y por tanto no se atrevía a acostarse. Aquello iba presentando un cariz de mal agüero.
A principios del año llegaron las tormentas de nieve cargadas de ciclones, que se sucedían con una regularidad irritante, y la isla quedó convertida en un silencio y soledad de cementerio. Nadie osaba salir a la puerta y mucho menos salir de caza.
Las provisiones de los indígenas se agotaron, pero los ciclones no se agotaban. Un día de menos vendaval, los isleños entraron en tropel en la casa del Padre y le dijeron que se morían de hambre.
Aquí es donde el P. Tomás pensó con el corazón, como si no tuviera cabeza sobre los hombros. El eskimal es pedigüeño por naturaleza y holgazán, y como no tiene idea de lo que es vergüenza, pide y pide hasta que no queda en la aldea ni una cáscara de nuez. Si puede vivir mendigando, no trabaja.
Como todos se echan esa cuenta, hay que instruirles desde el principio y asegurarles que la ración del Padre es para él sólo y para nadie más. El P. Tomás no obró así. Les mandó ponerse en fila y les dio todo, absolutamente todo lo que tenía en casa, excepción hecha de un fardelito de té.
Los isleños cargaron con todo y se lo llevaron. A ellos, ¿qué les importaba lo que iba a comer el Padre? Ande yo caliente y... ahí me las den todas. Son como niños.
Pues bien, con este procedimiento de dar a destajo, el Padre quedó sometido a una dieta increíble. Por la mañana decía Misa y luego tomaba una taza de té. Por la tarde, otra taza. Por la noche, otra. al día siguiente lo mismo, y así sucesivamente cerca de cuatro meses.
De vez en cuando cogían alguna foca y le traían un trozo de hígado, que él freía lo mejor que sabía y luego devoraba lo más aprisa que podía.
Como las tormentas no amainaban, la caza de focas se hizo muy cuesta arriba y el Padre ya iba acostumbrándose a vivir sorbiendo té, cuando se acordaron que dos años antes habían enterrado en los pedruscos de la costa una ballena podrida, que no habtían podido terminar. El Padre y los isleños cavaron acá y allá hasta que la localizaron; y aquella ballena, corrompida primero, y helada después en dos inviernos sucesivos, les suministró dos comidas al día, hasta que volvieron a cazar más focas.
Un resbalón desgraciado.
No hace mucho, al trepar por las peñas con una foca al hombro, el Padre se resbaló y se fracturó una costilla. A falta de médico se la compuso él mismo, pero con tan mal acierto que el canto de una de las fracciones oprimía un pulmón y dio origen a una serie interminable de vómitos de sangre.
Había que arreglar aquella costilla, fracturándola de nuevo. Como no tuviese valor para quebrarla él mismo, dio un martillo a un eskimal, que se la partió de un martillazo. Una vez repuesto del susto, compuso las fracciones lo mejor que pudo; esta vez con más feliz resultado.
Mientras convalecía arrimado a la estufa, vino un grupo de eskimales de Diomedes la Grande, que deseaban danzar y divertirse con sus vecinos isleños. Antes de empezar la danza hubo un rato de catecismo, y los huéspedes asistieron a las instrucciones con toda espontaneidad. En Diomedes la Grande no hay catecismo, porque se enfadaría Stalin.
El Padre sostuvo con los súbditos de Rusia el siguiente interrogatorio:
¿Quién hizo las ballenas?
Stalin.
¿Quién hizo las focas?
Stalin.
¿Cuántos años tiene Stalin?
¡No sabemos !
¿Tendrá unos sesenta años?
¡Tal vez!
Pues entonces, ¿quién hizo las ballenas y las focas antes de que naciera Stalin?
Aqui los pobres eskimales súbditos de Rusia se rascaron la cabeza y carraspearon y confesaron ingenuamente que no sabían responder.
Noticias de última hora.
Todo esto me contaba en la habitación de Nome el P. Tomás. Yo también tenía noticias sensacionales que comunicarle. Ya hacía tres meses largos que reinaba felizmente Su Santidad Pío XII, y el Padre no lo sabía; como tampoco sabía que teníamos en Alaska Obispo auxiliar y un Provincial nuevo en la provincia adoptiva de Oregón.
De Franco no había oído más que el nombre. No sabía quién era quién, ni por qué luchaban y se mataban. Cuando le expliqué el estado de la cuestión, abrió unos ojos muy grandes y dio gracias al cielo por la victoria del Generalísimo sobre sus vecinos los rusos.
En la isla de Diomedes no hay periódicos, ni telégrafo, Ni siquiera radios. Allí se vive como vivirían los biznietos de Adán, que se internasen en valles remotos y deshabitados. El mundo, como nosotros le entendemos, no existe para ellos. En Diomedes la Chica no hay más mundo que las olas, el hielo, la caza, la pesca, la aldea y las estrellas.
Allí nacen y se crían y mueren, sin saber de trimotores, ni de tanques, ni de leyes agrarias, ni de cursos universitarios. Curtidos por los fríos y tormentas, y avezados a dormir al raso, sobre el hielo donde viven las focas, los eskimales de las islas, se crían fuertotes y melenudos, sin enfermedades nerviosas, ni prisas, ni miedos del porvenir.
Ahora se alza en su isla una iglesia, donde se bautizan, rezan, y donde vive oculto el mismo Jesucristo de las catedrales góticas de Castilla. Antes todo era superstición. Ahora ya saben que cuando van de caza es mejor rezar que acogerse a las antiguas supercherías; y rezan con una fe primitiva y sincera que les acarrea todo género de bendiciones.
El P. Tomás vive allí como un rey. Vino a Nome por provisiones y volvió lo más pronto que pudo. Si no volvió al día siguiente fue por charlar conmigo y escuchar mis comentarios a la guerra civil española, que acababa de terminar felizmente.
LAS ISLAS DIOMEDES
El P. Cunninham.
A un tiro de piedra de una a otra, hay dos islas en la parte norte del embudo del Estrecho de Bering. Por entre las dos pasa la línea imaginaria que separa a un día de otro; el meridiano donde empiezan y rematan los siete días de la semana. La isla mayor se llama Diomedes la Grande, y pertenece a Rusia; la menor se llama Diomedes la Chica, y pertenece a los Estados Unidos.
Las dos islas están habitadas por eskimales de pura cepa. Los de Diomedes la Grande son paganos, porque así lo ha dispuesto Stalin; los de Diomedes la Chica son en su mayoría católicos, porque tienen la dicha de albergar en su isla al misionero jesuita Padre Tomás Cunninham, de treinta y tres años, natural de Nueva Zelanda, que es ni más ni menos el centro geográfico de los antípodas de España.
El P. Tomás vino a Alaska conmigo en 1935 y pasó el primer invierno en Nome. En el verano se enteró de las condiciones favorables de las islas Diomedes y se decidió a probar fortuna. Reunió a toda prisa el material necesario para levantar una capilla y navegó impertérrito por entre los bloques de hielo en una barcaza de piel de morsa.
Cuando cerró el invierno y cayó sobre la isla el primer manto de nieve, el Padre remachó los últimos clavos del tejado y se pudo guarecer adentro junto a la estufa. La novedad atrajo a los isleños, que empezaron a convertirse con toda sencillez e ingenuidad.
Acabo de pasar unos días con el Padre Tomás. El otro día, mientras trabajaba yo en la residencia de Nome, llamaron a la puerta y vi entrar un espectro que pugnó por sacarme los ojos de las órbitas. No cabía duda: aquel era el P. Tomás, Tom, como le llamamos en familia. En 1935, Tom era un mocetón esbelto y garrido, Hoy, Tom es una reliquia del pasado. Sin afeitar, los ojos hundidos, sucio, desaliñado y macilento sobremanera, Tom tiene todas las características de un cadáver ambulante.
Fauna marina
Las islas Diomedes han venido manteniendo poblaciones indígenas desde el alborear de los siglos, merced a las focas mofletudas que, en bandadas incontables, se divierten sin césar a corta distancia de la costa.
Sin mezclarse con las focas y en bandadas menos numerosas, merodean asimismo los contornos de la isla morsas gigantescas, llamadas también vacas marinas walrús, cuyos colmillos descomunales surten de marfil los mercados, más pródigamente que los elefantes, de Existencia precaria.
Las morsas tienen por Biblia el Korán. Cada macho es un califa, con un harén interminable de hembras, que le siguen muy sumisas, y las infidelidades se pagan con muerte instantánea, administrada por los malhadados colmillos.
Celos son también causa inacabable de colmillazos mortales y, finalmente, uno de los espectáculos más excitantes e imponentes de la creación es presenciar el combate a muerte de dos machos corpulentos en la playa arenosa de un islote remoto y solitario. El macho de edad madura pesa, aproximadamente, tres toneladas, y maneja unos colmillos de cuarenta kilogramos cada uno.
Con el vasto mar por plaza de toros y los dos harenes por testigos, los dos toros marinos se atacan y contraatacan, y gruñen, y bufan, y se acaballan, y se sumergen, y vuelven a la lidia con ojos de furor y sangre hasta que uno, en aquella esgrima a muerte, halla una entrada favorable y cae sobre el adversario con todo el ímpetu de que es capaz y le hunde los colmillos hasta la raíz.
Mientras el infeliz vencido agoniza en un oleaje de sangre, las viudas pasan a ser propiedad del vencedor, a quien acatan humildemente, y aquel harén crece y se multiplica.
Además de las focas y morsas surcan las aguas frías de Diomedes ballenas blancas en buen número y una variedad riquísima de peces de todos los colores. En el verano vienen los gansos y patos silvestres y lo llenan todo de huevos y pechugas.
Con estas ayudas de costa, los isleños pasan nueve meses en Diomedes, y en el verano van a Nome, donde trafican con el marfil y pieles sobadas y se proveen de ropas y alimentos para el resto del año en la isla.
En poder de los Soviets
El P. Tomás pasó allí el primer invierno sin percance alguno. Con el rifle al hombro, y bien abrigado, salía de caza con los indígenas y volvían todos arrastrando un trineo repleto de focas, que luego repartían amistosamente. Se ganó la simpatía de los isleños por su puntería feliz y su facilidad en aprender la lengua.
El segundo año se vió de hoz y coz en un apuro que no olvidará mientras viva. Era a la entrada del verano, y el Padre remaba con un grupo de isleños armados de rifles y arpones a caza de focas. A poco el cielo se encapotó, y el mar se alborotó, y la barca llegó a duras penas a una playa de Diomedes la grande, donde anclaron muy contentos y optimistas.
De repente, el Padre vió delante de sí a un hombre con uniforme ruso, que le puso el revólver a dos palmos de las narices. Retrocedió el Padre por instinto y chocó con el revólver de otro oficial, que le apuntaba a la nuca.
Le obligaron por señas a que les siguiera y le metieron en una caseta, donde le juzgaron sumarísimamente y le condenaron a ser deportado a Siberia, para ser allí fusilado.
Hacía de intérprete un mestizo que sabía ruso y eskimal. Los oficiales rusos dedujeron que el Padre Tomás era un espía, por dos razones: hablaba el eskimal, cosa inexplicable en un blanco, y pasaba todo el invierno en Diomedes la Chica, allí, a las puertas de la Rusia soviética, desde donde le era relativamente fácil espiar los hechos y dichos de los rojos.
Sólo un espía de profesión podía vivir allí. Además, a ningún sacerdote le está permitida la entrada en territorio alguno soviético sin pasaporte, y aquí estaba el Padre Tomás cogido con las manos en la masa.
Todo esto duró menos de media hora, encerrados en aquella caseta destartalada. Los remeros del Padre le esperaban afuera impacientes, y como tardaba en salir, y sospechasen que tal vez se estaba fraguando algo gordo, le dieron voces en eskimal preguntándole qué ocurría. El Padre les respondió también en eskimal que le querían matar. Entonces los remeros cargaron los rifles y metieron los cañones por los agujeros y resquicios.
Al ver esto el Padre dio un salto ligerísimo hacia la puerta, que abrió medio a ciegas y salió en menos que se tarda en decirlo. Los remeros insistieron en acribillar a balazos a los dos rusos, pero el Padre se lo estorbó.
Los rusos, aunque no entendían las palabras, vieron que aquello olía a chamusquina y se guardaron de asomarse a la puerta, quedando por el mero hecho prisioneros del P. Tomás y muertos de miedo. Allí quedaron los dos agazapados y frustrados en sus deseos carnívoros de caza clerical, a la que -como todos sabemos están aficionadísimos.
Al llegar aquí le pregunté al Padre si le había entrado miedo. Me respondió que, por espacio de cinco minutos, se convenció plenísimamente de que le fusilaban sin ambajes, y que en cinta cinematográfica desfiló ante sus ojos el pasado ruin y miserable de su vida criminal y deseó haber sitio mejor. Tuvo tedio de morir. Tuvo pánico de morir.
Luego se consoló pensando que moría en la brecha y que Jesucristo le había de recibir en sus brazos amorosos, y aquí estuvo a punto de llorar de devoción. Devoción y pánico se sucedían atropelladamente, cuando los renteros intervinieron en su favor y le salvaron. Era un día muy frío, pero el Padre Tomás sudaba copiosamente.
Frío y hambre.
Este último invierno ha sido tal vez el más duro en los fastos de la isla. A principios de diciembre la temperatura bajó a 500 bajo cero. Y ahí quedó estacionada hasta fines de marzo.
El Padre no estaba preparado para tamaña contingencia. Al levantarse por la mañana, la cocina estaba a 25° bajo cero. Así se le estropearon las patatas, los huevos y la leche condensada.
Como el combustible se le iba a marchas forzadas, quiso ahorrar lo más posible, pero los efectos en la temperatura fueron tales, que llegó a pensar seriamente en el peligro posible de helarse durante el sueño, y por tanto no se atrevía a acostarse. Aquello iba presentando un cariz de mal agüero.
A principios del año llegaron las tormentas de nieve cargadas de ciclones, que se sucedían con una regularidad irritante, y la isla quedó convertida en un silencio y soledad de cementerio. Nadie osaba salir a la puerta y mucho menos salir de caza.
Las provisiones de los indígenas se agotaron, pero los ciclones no se agotaban. Un día de menos vendaval, los isleños entraron en tropel en la casa del Padre y le dijeron que se morían de hambre.
Aquí es donde el P. Tomás pensó con el corazón, como si no tuviera cabeza sobre los hombros. El eskimal es pedigüeño por naturaleza y holgazán, y como no tiene idea de lo que es vergüenza, pide y pide hasta que no queda en la aldea ni una cáscara de nuez. Si puede vivir mendigando, no trabaja.
Como todos se echan esa cuenta, hay que instruirles desde el principio y asegurarles que la ración del Padre es para él sólo y para nadie más. El P. Tomás no obró así. Les mandó ponerse en fila y les dio todo, absolutamente todo lo que tenía en casa, excepción hecha de un fardelito de té.
Los isleños cargaron con todo y se lo llevaron. A ellos, ¿qué les importaba lo que iba a comer el Padre? Ande yo caliente y... ahí me las den todas. Son como niños.
Pues bien, con este procedimiento de dar a destajo, el Padre quedó sometido a una dieta increíble. Por la mañana decía Misa y luego tomaba una taza de té. Por la tarde, otra taza. Por la noche, otra. al día siguiente lo mismo, y así sucesivamente cerca de cuatro meses.
De vez en cuando cogían alguna foca y le traían un trozo de hígado, que él freía lo mejor que sabía y luego devoraba lo más aprisa que podía.
Como las tormentas no amainaban, la caza de focas se hizo muy cuesta arriba y el Padre ya iba acostumbrándose a vivir sorbiendo té, cuando se acordaron que dos años antes habían enterrado en los pedruscos de la costa una ballena podrida, que no habtían podido terminar. El Padre y los isleños cavaron acá y allá hasta que la localizaron; y aquella ballena, corrompida primero, y helada después en dos inviernos sucesivos, les suministró dos comidas al día, hasta que volvieron a cazar más focas.
Un resbalón desgraciado.
No hace mucho, al trepar por las peñas con una foca al hombro, el Padre se resbaló y se fracturó una costilla. A falta de médico se la compuso él mismo, pero con tan mal acierto que el canto de una de las fracciones oprimía un pulmón y dio origen a una serie interminable de vómitos de sangre.
Había que arreglar aquella costilla, fracturándola de nuevo. Como no tuviese valor para quebrarla él mismo, dio un martillo a un eskimal, que se la partió de un martillazo. Una vez repuesto del susto, compuso las fracciones lo mejor que pudo; esta vez con más feliz resultado.
Mientras convalecía arrimado a la estufa, vino un grupo de eskimales de Diomedes la Grande, que deseaban danzar y divertirse con sus vecinos isleños. Antes de empezar la danza hubo un rato de catecismo, y los huéspedes asistieron a las instrucciones con toda espontaneidad. En Diomedes la Grande no hay catecismo, porque se enfadaría Stalin.
El Padre sostuvo con los súbditos de Rusia el siguiente interrogatorio:
¿Quién hizo las ballenas?
Stalin.
¿Quién hizo las focas?
Stalin.
¿Cuántos años tiene Stalin?
¡No sabemos !
¿Tendrá unos sesenta años?
¡Tal vez!
Pues entonces, ¿quién hizo las ballenas y las focas antes de que naciera Stalin?
Aqui los pobres eskimales súbditos de Rusia se rascaron la cabeza y carraspearon y confesaron ingenuamente que no sabían responder.
Noticias de última hora.
Todo esto me contaba en la habitación de Nome el P. Tomás. Yo también tenía noticias sensacionales que comunicarle. Ya hacía tres meses largos que reinaba felizmente Su Santidad Pío XII, y el Padre no lo sabía; como tampoco sabía que teníamos en Alaska Obispo auxiliar y un Provincial nuevo en la provincia adoptiva de Oregón.
De Franco no había oído más que el nombre. No sabía quién era quién, ni por qué luchaban y se mataban. Cuando le expliqué el estado de la cuestión, abrió unos ojos muy grandes y dio gracias al cielo por la victoria del Generalísimo sobre sus vecinos los rusos.
En la isla de Diomedes no hay periódicos, ni telégrafo, Ni siquiera radios. Allí se vive como vivirían los biznietos de Adán, que se internasen en valles remotos y deshabitados. El mundo, como nosotros le entendemos, no existe para ellos. En Diomedes la Chica no hay más mundo que las olas, el hielo, la caza, la pesca, la aldea y las estrellas.
Allí nacen y se crían y mueren, sin saber de trimotores, ni de tanques, ni de leyes agrarias, ni de cursos universitarios. Curtidos por los fríos y tormentas, y avezados a dormir al raso, sobre el hielo donde viven las focas, los eskimales de las islas, se crían fuertotes y melenudos, sin enfermedades nerviosas, ni prisas, ni miedos del porvenir.
Ahora se alza en su isla una iglesia, donde se bautizan, rezan, y donde vive oculto el mismo Jesucristo de las catedrales góticas de Castilla. Antes todo era superstición. Ahora ya saben que cuando van de caza es mejor rezar que acogerse a las antiguas supercherías; y rezan con una fe primitiva y sincera que les acarrea todo género de bendiciones.
El P. Tomás vive allí como un rey. Vino a Nome por provisiones y volvió lo más pronto que pudo. Si no volvió al día siguiente fue por charlar conmigo y escuchar mis comentarios a la guerra civil española, que acababa de terminar felizmente.
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