A LA LUZ DE MI LINTERNA
POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.
En una carta que acababa de recibir del P. Superior se me encargaba hacer las diligencias necesarias para ver de convertir al pueblo de Kotzebue. Había que meter la hoz en mies ajena; o mejor, en mies que, por ser nuestra, peligraba en manos ajenas incapaces de recoger las gavillas para el Reino de los cielos.
Tal vez dando una dentellada fuerte en terreno enemigo y engrosando las filas ya formadas se iniciaría un movimiento en favor de la Iglesia católica y en un día no muy lejano veríamos a Kotzebue convertido, si no en un Noviciado, sí al menos en una parroquia católica de la que nos podríamos gloriar.
Al día siguiente, domingo, faltaron muchos a Misa y apenas tuvimos quorum para la Bendición con el Santísimo al anochecer. Me extrañó un poco el suceso, pues no esperaba tal acontecimiento ya a la entrada del invierno, cuando la gente deja las pesqueras y yacimientos mineros y se recoge a las aldeas a pasar los días crudos del clásico invierno alaskano.
Los médicos conocen la enfermedad poniendo el dedo en la llaga y tornando el pulso al enfermo. Los médicos de las almas, a mi modo de ver, tienen que hacer otro tanto para curarlas, so pena de arriesgar muertes desastrosas que en las almas producen mayor estrago aún que en los cuerpos.
Con estos pensamientos flotando por mi mente, en vez de acostarme, como debiera, por ser ya las diez y media de la noche, me disfracé de salteador de caminos, metí en el bolso la linterna y, por si acaso, debajo del capote oculté un bastón corto y fuerte, y me eché a la calle.
El barro me salpicaba las polainas, y del norte soplaba una brisa con llovizna tan penetrante que volví a casa a echar encima otro capote para evitar resfriados.
Vuelto de nuevo a la calle, apenas había doblado la primera esquina, topé con un grupo de mozos que fumaban junto a la pared y hablaban todos a una y se tambaleaban y reñían. Uno de ellos me vio pasar y gritó con voz cascada y aguardentosa: Ahí va Nelson; ése lleva vino.
Y todos a una, se me vinieron gritando: Nelson, ven acá. ¿A dónde vas? Danos un trago, hombre. Dos de ellos al avanzar hacia mí cayeron redondos en el barro lodoso; los tres restantes lograron tenerse en pie y llegar sanos y salvos a donde yo les esperaba. Al acercarse, despidieron un olor repugnante a vino que apestaba. Tenían los ojos vidriados y la boca abierta por la que se desprendía a intervalos una baba sucia que provocaba náuseas.
¿Vas a bailar? insistían. Aguarda un poco, hombre, y danos un trago, que no estamos borrachos.
Y todos a una, incluso los que aún forcejeaban por levantarse y tenerse en pie, gritaron: ¡Qué vamos a estar borrachos!
Mi silencio los traía a mal traer y uno de ellos aventuró la idea de que yo no era Nelson, sino Kénez; pero la idea no prevaleció y los demás quisieron reforzar su opinión con mi propio testimonio preguntándome bonachonamente: ¿Verdad que no eres Kénez? ¿Verdad que eres Nelson? No hagas caso de éste, que está borracho.
Pero el aludido se ofendió de que le llamaran borracho y la emprendió a puñadas con el grupo. En el aire resonaban palabrotas y rodaban por el barro cuerpos perezosos que me dieron ganas de aplastar con el pie como se aplastan sapos. Los dejé revoleándose en el cieno y avancé calle abajo camino de la taberna.
Antes de llegar oí voces y ruido en una tienda de lona débilmente iluminada, donde vive una familia católica con cinco hijos pequeños. La madre estaba desgreñada, con los ojos hinchados y algunos rasguños menores en las mejillas, borracha hasta los huesos. Los niños habían huido de la quema y se habían guarecido en chozas próximas.
El marido y la mujer habían tenido una riña descomunal, cuando más llenos estaban de aguardiente, y en la refriega cayeron sobre la cama y partieron en dos el catre raquítico donde dormían acurrucados los pequeñuelos.
Ahora él estaba roncando en un rincón y ella contaba la pasada hazaña a un grupo de eskimales borrachos, que se apiñaban junto a un hornillo apagado. Me tuvieron por un borracho más y nadie extrañó lo más mínimo mi presencia; por eso me enteré de cien detalles que luego tengo que explotar en las instrucciones catequísticas.
Seguí calle abajo y topé con tres parásitos que, para estar de pie, se apoyaban en las cabezas como los rifles de los soldados que se apoyan sobre las bayonetas en grupos pequeños, mientras los soldados descansan de la caminata. Como de noche todos los gatos son pardos, me arrimé a ellos lo más posible para conocerlos. Estos me tuvieron por Fred Henry y me invitaron a terminar la botella. Como me negué a ello, el que la tenía en las manos se la ofrecía temblorosamente al de la izquierda y le decía: Acábala, hombre, acábala tú, que luego compramos otra.
Y sin hacerse de rogar, el paisano llevó la botella a los labios y la terminó, haciendo antes unos gorgoritos muy graciosos. Luego se me encararon los tres y quisieron saber por qué no había bebido.
¿Qué tienes hoy, Fred? ¿Por qué no bebes?
Y uno de ellos supuso en voz alta que yo no era Fred, sino algún advenedizo. El Fred que ellos conocían era incapaz de rehusar un trago; de sobra la sabían ellos, aunque estaban borrachos. Los dejé disparatando en plena calle y seguí adelante.
Ya junto a las paredes de la taberna vi venir una mujer, que caminaba como una culebra. No se caía por más que la fallaban las rodillas; pero culebreaba que daba gusto verla. Descubrió un bulto junto a la pared y se acercó a é1; pero el bulto estaba vivo, y la prójima se asustó y dió un salto y volvió atropelladamente hacia las puertas de la taberna.
Entonces me entró a mi curiosidad de saber qué bulto era aquel y me acerqué cautelosamente con la linterna. Sobre el envoltorio de vestidos andrajosos descollaba siniestramente el rostro airado y emborrachado de una mujer muy joven, retrato acabado de la arpía más feroz e iracunda que han inventado los poetas.
¿Quién eres tú, ladrón? me dijo con ojos de fuego. Márchate, canalla, que hoy no estoy para bromas.
Y como yo me mantuviese indeciso, se irguió, sacó las uñas y se echó tras de mí toda furor. La pobre no avanzó mucho. Tropezó, cayó, y allí la dejé barboteando maldiciones. Entonces no pude más y dejé que me corrieran unas lágrimas que me serenaron un poco.
La tal arpía se hizo católica en 1934. Hizo la primera Comunión en la Misa de Gallo, y al día siguiente, Navidad, el P. Menager sacó una fotografía del grupo. Eran ocho. En la foto están todos con las manos juntas y les cruza el pecho una cinta roja con la imagen del Sagrado Corazón.
Nuestra protagonista ostenta una sonrisa candorosa. Si se la sacase del grupo y se la pusiese en cuadro aparte, semejaría una virgencita que caería muy bien en algún altar lateral. En la foto aparece al lado de Enrique. Los dos se cansaron de ser católicos.
Por fin, hará cosa de una semana, se casaron por lo civil.
¡Oh, los misterios de las almas! Al dejarla allí en las tinieblas de la noche sobre el barro, oliendo a vino y aguardiente y echando maldiciones, la foto de su primera Comunión con las manos cruzadas ante el pecho, se apoderó de mí con una fuerza irresistible que me emocionó. Me dieron ganas de... enviar la foto a EL SIGLO DE LAS MISIONES, pero... mejor es no seguir meneándolo.
Por fin llegué a las ventanas iluminadas de la taberna. El tabernero es un católico austríaco que lleva en esta región cuarenta y dos años, uno tras otro. Fue cartero desde Kotzebue hasta Point Barrow, el cabo más norteño de Alaska.
Cuando los aeroplanos contrataron el correo, el austríaco se hizo tabernero y vive escanciando copas en el mostrador a eskimales hambrientos: Por la primera ventana vi cómo bailaban en un salón repleto de humo de pipa maloliente.
Por una puerta abierta, entraban y salían y se metían en la taberna propiamente dicha, donde Pablo vendía botellas de licor. Este Pablo fue considerado aquí hace años como la base, plinto, columna y fundamento de la Iglesia Católica. Tanto, que el Padre Menager le dio el sobrenombre de Vicario general.
Poco a poco el Vicario se hundió hasta los ojos en el negocio del vino, y hoy día vive de eso exclusivamente. Este Vicario me ha venido diciendo por activa y por pasiva que en su casa no se ha emborrachado nadie ni se emborrachará jamás, porque él, católico a machamartillo y con una conciencia de monja, no tolerará jamás semejante cosa. Eso suena muy bien en mi cocina. Anoche era diferente. No se imaginaba el Vicario que yo le estaba viendo por los cristales de su ventana, a las doce de una noche fría y lloviznosa. Y, sin embargo, así era.
El Vicario tenía destapadas varias docenas de botellas de todos los tamaños y colores que tomaban las manos temblorosas de gente muy conocida. Una mujer no podía ya mantenerse en pie y se desplomó sobre un sillón. Un hombre la quería echar del sillón a viva fuerza y los dos rodaron por el suelo, emborrachadísimos.
La hija del Vicario, mi organista, iba de acá para allá, bebiendo aquí, bailando allá y desplomándose más allá.
El hijo del Vicario, monaguillo cuando era pequeño, ayudaba a su padre a descorchar botellas que daba a gente repleta ya de vino.
Por otra ventana observé a los que ya no estaban para fiestas y habían optado por sentarse y adormecerse en una especie de recibidor donde hay un crucifijo y un cuadro muy grande y hermoso del Sagrado Corazón.
El pobre Vicario cayó ignominiosamente del pedestal que él mismo había fabricado en mi cabeza. Le explicaré muy pronto aquello de que nadie puede servir a dos señores, y, puesto en el disparadero, se verá forzado a firmar su propia condenación. El único señor a quien este Vicario ha servido es al mismísimo Satanás en persona.
Dejé las ventanas iluminadas de la taberna y me interné en unas encrucijadas, que hacen varias casas destartaladas, entre las que hay algunas tiendas de lona, donde viven algunas familias hasta que empieza a helar de firme. De una de esas tiendas salían unas carcajadas muy curiosas.
Una vez levantada la caza había que seguirla y metí la linterna por la hendidura que hace de entrada. No me detuve allí mucho.
Sobre una mesa, iluminada por una vela, jugaban a la baraja tres borrachos que braceaban y discutían acaloradamente. En un rincón, arrollados y abrazados y en las posturas más estrafalarias, roncaban unos diez hombres y mujeres, mezclados como si fueran cadáveres tirados allí de algún camión.
A las doce y media el Vicario no se tenía de sueña y cebó afuera a toda la caterva de danzantes y bebedores. Al salir toparon conmigo; me tuvieron por uno de tantos y no se preocuparon lo más mínimo.
Una pareja se rezagó y seguía penosamente a los demás hasta que ella se desplomó. La levantó él lo mejor que pudo y los dos siguieron adelante tambaleándose ridículamente hasta que ella rompió a llorar y a decir entre sollozos las mayores tonterías imaginables.
Llegado que hubieron a una esquina, se arrimaron a la pared y allí quedaron arrimados, ella gimoteando y él diciendo disparates. Abriéndome paso entre rezagados me encaminé a mi casica con el corazón partido de dolor, los pies fríos, los ojos cargados de sueño y todo el cuerpo molido por el cansancio. Eran las doce y media de la noche.
Pero no quise acostarme así sin más ni más. Abrí la puerta que da a la iglesia y me arrodillé ante el sagrario a rezar el «Parce, Domine, purce populo tuo; ne in aeternum irascaris nobis”, (Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo; no estés eternamente enojado).
Este es el paganismo tal cual en si es, sin máscaras ni adobos. Este es el paganismo que campeaba dos mil años ha, cuando Jesucristo nació pobre en Belén. Dos mil años de luz evangélica no han logrado disipar la lobreguez de estas tinieblas espesas que aún envuelven a una porción grande del género humano.
Kotzebue es un foco de paganismo puro y escueto. Todas las ideas que surgen a la mente cuando se oyen las palabras gentilidad, paganismo, infidelidad, pueden verse plasmadas y palparse aquí, en
Kotzebue, con sólo disfrazarse y salir de ronda una noche cualquiera por las callejuelas llenas de barro.
El que crea que ser Misionero es sinónimo de levantar el crucifijo en alto y llevarse de calle los pueblos y ciudades gentiles, se engaña de medio a medio. Eso no lo ha hecho nadie.
Desde el Calvario hasta el Gobierno rojo de Madrid, la empresa misionera ha sido una cadena larguísima formada por eslabones de conquistas, derrotas, más conquistas, nuevas derrotas, triunfos, fracasos, martirios, persecuciones, herejías, victorias parciales y fusión de sangre. No se avanza a paso de gigante, sino a paso de caracol. No se conquistan reinos; se ganan algunas almas dentro de los diversos reinos. Sólo uno de cada cinco en el mundo está bautizado en la Iglesia católica.
Mirado en conjunto, el mundo es aún pagano.
Cuarenta y dos años llevan en Kotzebue los protestantes cuákeros. Miembros de una secta que no tiene Sacramentos, ni siquiera el bautismo, sin sagrario, sin Misa, sin cruz, todos sus razonamientos son fríos.
Quisieron levantar a esta gente al nivel sobrenatural con solos razonamientos y medios humanos de persuasión y prédicas, y fallaron. Tenían que fallar. Al nivel sobrenatural nos eleva la gracia, y ésta nos viene por los Sacramentos de que abominan los cuákeros.
Los eskimales de Kotzebue, sin bautismo, no hallaron ayuda alguna moral en la iglesia cuákera y se desalentaron y cayeron en un abismo tan hondo que sólo una lluvia abundantisima de gracia divina los puede sacar a flote. Y de eso se trata.
Aquí, en medio de ellos, está el que los puede salvar. Aquí está el sagrario, iluminado día y noche por la lámpara litúrgica. Cada vez que me arrodillo ante él en el silencio de la noche, me pasma y abruma la paciencia infinita de Dios, cuya arma no parece ser otra que la mansedumbre del cordero bíblico.
Todo en derredor es embriaguez, lujuria y paganismo; pero no importa; Dios sigue mandando los días y las noches y nos tiene continuamente la bahía repleta de los pescados más variados. Parece no quejarse. Algo así como nuestro oficio fuera el ser malos, y el suyo el ser bueno; y como si ése fuera el contrato.
Sobre mis hombros de carne y hueso gravita la responsabilidad inmensa de traer al redil estas ovejas descarriadas que tienen en sus fauces lobos rapaces. Arrancar la presa, revivida, nutrirla y mantenerla siempre en el rebaño, he ahí, la tarea que me está siempre mirando de cara. ¡Pero qué cuesta arriba es esta tarea!
Hubo aquí una moza que picó en el anzuelo y vino y se instruyó en el catecismo lo suficiente para hacerse merecedora del bautismo. Siendo de todos conocidas sus andanzas y escapadas nocturnas, la puse por nombre Magdalena. Poco después nos hizo la visita oficial el nuevo Obispo de Alaska y, entre los confirmados, puse naturalmente a Magdalena, que recibió la Confirmación con mucha gravedad y devoción.
Una semana más tarde la llevaron a la cárcel territorial de Nome, condenada a tres meses por desórdenes y violencias mientras estaba borracha. ¡Confirmación y cárcel en una semana! Cuando se lo escribí al señor Obispo me contestó que se ha reído media hora de un tirón y luego a ratos entre día.
No; aquí, en las lomas del Polo Norte, no se llevan de calle pueblos y muchedumbres. Hoy se convierte uno y mañana sale otro del redil. Más tarde se convierten dos, de los cuales uno viene a la iglesia de Pascuas a Reyes, y así sucesivamente.
¿Cómo hago para atraerlos? le pregunté al señor Obispo.
Echando raíces arrodillado ante el altar y presentando con toda sencillez y claridad la verdad evangélica a los que no rechacen la invitación.
Esta respuesta es el programa.
A propósito de cañones, el señor Obispo, mi antiguo Provincial, estuvo conmigo seis días. Le obligué a dormir en mi cama y yo me acomodé sobre unos bancos. Mientras yo guisaba y cocinaba, él me contaba historias y los dos nos reíamos beatíficamente.
Al terminar las comidas, yo lavaba en agua hirviendo los platos, y él los secaba con unos trapos bastante blancos, que yo había guardado en el desván para algún por si acaso.
Me alabó mucho mis habilidades culinarias en general y lo bien que preparaba el salmón en particular. Le dije que una trucha daba cien vueltas al salmón rey más dorado.
Al día siguiente nos regalaron una trucha de siete libras, y a los dos se nos empezó a hacer la boca agua. Pronto la corté y puse en orden las rajas, pero decidimos dejarla para darnos con ella la gran cena.
A eso de las seis, cuando ya estaba yo encendiendo la lumbre y preparando la sartén, viene zumbando el aeroplano, y el piloto nos avisa que su Señoría Ilustrísima tiene quince minutos para preparar las maletas. ¡Toda la trucha para mi! Ya camino del aeroplano, me decía en voz baja el señor Obispo:
Siento más perder esa trucha que Boabdil la pérdida de Granada.
¡,Dónde oyó Su Ilustrísima hablar de Boabdil? le pregunté con unos ojos enormes.
Y él me respondió:
Antes de que usted naciera ya había leído yo en Wáshington Irvin los Cuentos de la Alhambra.
POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.
En una carta que acababa de recibir del P. Superior se me encargaba hacer las diligencias necesarias para ver de convertir al pueblo de Kotzebue. Había que meter la hoz en mies ajena; o mejor, en mies que, por ser nuestra, peligraba en manos ajenas incapaces de recoger las gavillas para el Reino de los cielos.
Tal vez dando una dentellada fuerte en terreno enemigo y engrosando las filas ya formadas se iniciaría un movimiento en favor de la Iglesia católica y en un día no muy lejano veríamos a Kotzebue convertido, si no en un Noviciado, sí al menos en una parroquia católica de la que nos podríamos gloriar.
Al día siguiente, domingo, faltaron muchos a Misa y apenas tuvimos quorum para la Bendición con el Santísimo al anochecer. Me extrañó un poco el suceso, pues no esperaba tal acontecimiento ya a la entrada del invierno, cuando la gente deja las pesqueras y yacimientos mineros y se recoge a las aldeas a pasar los días crudos del clásico invierno alaskano.
Los médicos conocen la enfermedad poniendo el dedo en la llaga y tornando el pulso al enfermo. Los médicos de las almas, a mi modo de ver, tienen que hacer otro tanto para curarlas, so pena de arriesgar muertes desastrosas que en las almas producen mayor estrago aún que en los cuerpos.
Con estos pensamientos flotando por mi mente, en vez de acostarme, como debiera, por ser ya las diez y media de la noche, me disfracé de salteador de caminos, metí en el bolso la linterna y, por si acaso, debajo del capote oculté un bastón corto y fuerte, y me eché a la calle.
El barro me salpicaba las polainas, y del norte soplaba una brisa con llovizna tan penetrante que volví a casa a echar encima otro capote para evitar resfriados.
Vuelto de nuevo a la calle, apenas había doblado la primera esquina, topé con un grupo de mozos que fumaban junto a la pared y hablaban todos a una y se tambaleaban y reñían. Uno de ellos me vio pasar y gritó con voz cascada y aguardentosa: Ahí va Nelson; ése lleva vino.
Y todos a una, se me vinieron gritando: Nelson, ven acá. ¿A dónde vas? Danos un trago, hombre. Dos de ellos al avanzar hacia mí cayeron redondos en el barro lodoso; los tres restantes lograron tenerse en pie y llegar sanos y salvos a donde yo les esperaba. Al acercarse, despidieron un olor repugnante a vino que apestaba. Tenían los ojos vidriados y la boca abierta por la que se desprendía a intervalos una baba sucia que provocaba náuseas.
¿Vas a bailar? insistían. Aguarda un poco, hombre, y danos un trago, que no estamos borrachos.
Y todos a una, incluso los que aún forcejeaban por levantarse y tenerse en pie, gritaron: ¡Qué vamos a estar borrachos!
Mi silencio los traía a mal traer y uno de ellos aventuró la idea de que yo no era Nelson, sino Kénez; pero la idea no prevaleció y los demás quisieron reforzar su opinión con mi propio testimonio preguntándome bonachonamente: ¿Verdad que no eres Kénez? ¿Verdad que eres Nelson? No hagas caso de éste, que está borracho.
Pero el aludido se ofendió de que le llamaran borracho y la emprendió a puñadas con el grupo. En el aire resonaban palabrotas y rodaban por el barro cuerpos perezosos que me dieron ganas de aplastar con el pie como se aplastan sapos. Los dejé revoleándose en el cieno y avancé calle abajo camino de la taberna.
Antes de llegar oí voces y ruido en una tienda de lona débilmente iluminada, donde vive una familia católica con cinco hijos pequeños. La madre estaba desgreñada, con los ojos hinchados y algunos rasguños menores en las mejillas, borracha hasta los huesos. Los niños habían huido de la quema y se habían guarecido en chozas próximas.
El marido y la mujer habían tenido una riña descomunal, cuando más llenos estaban de aguardiente, y en la refriega cayeron sobre la cama y partieron en dos el catre raquítico donde dormían acurrucados los pequeñuelos.
Ahora él estaba roncando en un rincón y ella contaba la pasada hazaña a un grupo de eskimales borrachos, que se apiñaban junto a un hornillo apagado. Me tuvieron por un borracho más y nadie extrañó lo más mínimo mi presencia; por eso me enteré de cien detalles que luego tengo que explotar en las instrucciones catequísticas.
Seguí calle abajo y topé con tres parásitos que, para estar de pie, se apoyaban en las cabezas como los rifles de los soldados que se apoyan sobre las bayonetas en grupos pequeños, mientras los soldados descansan de la caminata. Como de noche todos los gatos son pardos, me arrimé a ellos lo más posible para conocerlos. Estos me tuvieron por Fred Henry y me invitaron a terminar la botella. Como me negué a ello, el que la tenía en las manos se la ofrecía temblorosamente al de la izquierda y le decía: Acábala, hombre, acábala tú, que luego compramos otra.
Y sin hacerse de rogar, el paisano llevó la botella a los labios y la terminó, haciendo antes unos gorgoritos muy graciosos. Luego se me encararon los tres y quisieron saber por qué no había bebido.
¿Qué tienes hoy, Fred? ¿Por qué no bebes?
Y uno de ellos supuso en voz alta que yo no era Fred, sino algún advenedizo. El Fred que ellos conocían era incapaz de rehusar un trago; de sobra la sabían ellos, aunque estaban borrachos. Los dejé disparatando en plena calle y seguí adelante.
Ya junto a las paredes de la taberna vi venir una mujer, que caminaba como una culebra. No se caía por más que la fallaban las rodillas; pero culebreaba que daba gusto verla. Descubrió un bulto junto a la pared y se acercó a é1; pero el bulto estaba vivo, y la prójima se asustó y dió un salto y volvió atropelladamente hacia las puertas de la taberna.
Entonces me entró a mi curiosidad de saber qué bulto era aquel y me acerqué cautelosamente con la linterna. Sobre el envoltorio de vestidos andrajosos descollaba siniestramente el rostro airado y emborrachado de una mujer muy joven, retrato acabado de la arpía más feroz e iracunda que han inventado los poetas.
¿Quién eres tú, ladrón? me dijo con ojos de fuego. Márchate, canalla, que hoy no estoy para bromas.
Y como yo me mantuviese indeciso, se irguió, sacó las uñas y se echó tras de mí toda furor. La pobre no avanzó mucho. Tropezó, cayó, y allí la dejé barboteando maldiciones. Entonces no pude más y dejé que me corrieran unas lágrimas que me serenaron un poco.
La tal arpía se hizo católica en 1934. Hizo la primera Comunión en la Misa de Gallo, y al día siguiente, Navidad, el P. Menager sacó una fotografía del grupo. Eran ocho. En la foto están todos con las manos juntas y les cruza el pecho una cinta roja con la imagen del Sagrado Corazón.
Nuestra protagonista ostenta una sonrisa candorosa. Si se la sacase del grupo y se la pusiese en cuadro aparte, semejaría una virgencita que caería muy bien en algún altar lateral. En la foto aparece al lado de Enrique. Los dos se cansaron de ser católicos.
Por fin, hará cosa de una semana, se casaron por lo civil.
¡Oh, los misterios de las almas! Al dejarla allí en las tinieblas de la noche sobre el barro, oliendo a vino y aguardiente y echando maldiciones, la foto de su primera Comunión con las manos cruzadas ante el pecho, se apoderó de mí con una fuerza irresistible que me emocionó. Me dieron ganas de... enviar la foto a EL SIGLO DE LAS MISIONES, pero... mejor es no seguir meneándolo.
Por fin llegué a las ventanas iluminadas de la taberna. El tabernero es un católico austríaco que lleva en esta región cuarenta y dos años, uno tras otro. Fue cartero desde Kotzebue hasta Point Barrow, el cabo más norteño de Alaska.
Cuando los aeroplanos contrataron el correo, el austríaco se hizo tabernero y vive escanciando copas en el mostrador a eskimales hambrientos: Por la primera ventana vi cómo bailaban en un salón repleto de humo de pipa maloliente.
Por una puerta abierta, entraban y salían y se metían en la taberna propiamente dicha, donde Pablo vendía botellas de licor. Este Pablo fue considerado aquí hace años como la base, plinto, columna y fundamento de la Iglesia Católica. Tanto, que el Padre Menager le dio el sobrenombre de Vicario general.
Poco a poco el Vicario se hundió hasta los ojos en el negocio del vino, y hoy día vive de eso exclusivamente. Este Vicario me ha venido diciendo por activa y por pasiva que en su casa no se ha emborrachado nadie ni se emborrachará jamás, porque él, católico a machamartillo y con una conciencia de monja, no tolerará jamás semejante cosa. Eso suena muy bien en mi cocina. Anoche era diferente. No se imaginaba el Vicario que yo le estaba viendo por los cristales de su ventana, a las doce de una noche fría y lloviznosa. Y, sin embargo, así era.
El Vicario tenía destapadas varias docenas de botellas de todos los tamaños y colores que tomaban las manos temblorosas de gente muy conocida. Una mujer no podía ya mantenerse en pie y se desplomó sobre un sillón. Un hombre la quería echar del sillón a viva fuerza y los dos rodaron por el suelo, emborrachadísimos.
La hija del Vicario, mi organista, iba de acá para allá, bebiendo aquí, bailando allá y desplomándose más allá.
El hijo del Vicario, monaguillo cuando era pequeño, ayudaba a su padre a descorchar botellas que daba a gente repleta ya de vino.
Por otra ventana observé a los que ya no estaban para fiestas y habían optado por sentarse y adormecerse en una especie de recibidor donde hay un crucifijo y un cuadro muy grande y hermoso del Sagrado Corazón.
El pobre Vicario cayó ignominiosamente del pedestal que él mismo había fabricado en mi cabeza. Le explicaré muy pronto aquello de que nadie puede servir a dos señores, y, puesto en el disparadero, se verá forzado a firmar su propia condenación. El único señor a quien este Vicario ha servido es al mismísimo Satanás en persona.
Dejé las ventanas iluminadas de la taberna y me interné en unas encrucijadas, que hacen varias casas destartaladas, entre las que hay algunas tiendas de lona, donde viven algunas familias hasta que empieza a helar de firme. De una de esas tiendas salían unas carcajadas muy curiosas.
Una vez levantada la caza había que seguirla y metí la linterna por la hendidura que hace de entrada. No me detuve allí mucho.
Sobre una mesa, iluminada por una vela, jugaban a la baraja tres borrachos que braceaban y discutían acaloradamente. En un rincón, arrollados y abrazados y en las posturas más estrafalarias, roncaban unos diez hombres y mujeres, mezclados como si fueran cadáveres tirados allí de algún camión.
A las doce y media el Vicario no se tenía de sueña y cebó afuera a toda la caterva de danzantes y bebedores. Al salir toparon conmigo; me tuvieron por uno de tantos y no se preocuparon lo más mínimo.
Una pareja se rezagó y seguía penosamente a los demás hasta que ella se desplomó. La levantó él lo mejor que pudo y los dos siguieron adelante tambaleándose ridículamente hasta que ella rompió a llorar y a decir entre sollozos las mayores tonterías imaginables.
Llegado que hubieron a una esquina, se arrimaron a la pared y allí quedaron arrimados, ella gimoteando y él diciendo disparates. Abriéndome paso entre rezagados me encaminé a mi casica con el corazón partido de dolor, los pies fríos, los ojos cargados de sueño y todo el cuerpo molido por el cansancio. Eran las doce y media de la noche.
Pero no quise acostarme así sin más ni más. Abrí la puerta que da a la iglesia y me arrodillé ante el sagrario a rezar el «Parce, Domine, purce populo tuo; ne in aeternum irascaris nobis”, (Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo; no estés eternamente enojado).
Este es el paganismo tal cual en si es, sin máscaras ni adobos. Este es el paganismo que campeaba dos mil años ha, cuando Jesucristo nació pobre en Belén. Dos mil años de luz evangélica no han logrado disipar la lobreguez de estas tinieblas espesas que aún envuelven a una porción grande del género humano.
Kotzebue es un foco de paganismo puro y escueto. Todas las ideas que surgen a la mente cuando se oyen las palabras gentilidad, paganismo, infidelidad, pueden verse plasmadas y palparse aquí, en
Kotzebue, con sólo disfrazarse y salir de ronda una noche cualquiera por las callejuelas llenas de barro.
El que crea que ser Misionero es sinónimo de levantar el crucifijo en alto y llevarse de calle los pueblos y ciudades gentiles, se engaña de medio a medio. Eso no lo ha hecho nadie.
Desde el Calvario hasta el Gobierno rojo de Madrid, la empresa misionera ha sido una cadena larguísima formada por eslabones de conquistas, derrotas, más conquistas, nuevas derrotas, triunfos, fracasos, martirios, persecuciones, herejías, victorias parciales y fusión de sangre. No se avanza a paso de gigante, sino a paso de caracol. No se conquistan reinos; se ganan algunas almas dentro de los diversos reinos. Sólo uno de cada cinco en el mundo está bautizado en la Iglesia católica.
Mirado en conjunto, el mundo es aún pagano.
Cuarenta y dos años llevan en Kotzebue los protestantes cuákeros. Miembros de una secta que no tiene Sacramentos, ni siquiera el bautismo, sin sagrario, sin Misa, sin cruz, todos sus razonamientos son fríos.
Quisieron levantar a esta gente al nivel sobrenatural con solos razonamientos y medios humanos de persuasión y prédicas, y fallaron. Tenían que fallar. Al nivel sobrenatural nos eleva la gracia, y ésta nos viene por los Sacramentos de que abominan los cuákeros.
Los eskimales de Kotzebue, sin bautismo, no hallaron ayuda alguna moral en la iglesia cuákera y se desalentaron y cayeron en un abismo tan hondo que sólo una lluvia abundantisima de gracia divina los puede sacar a flote. Y de eso se trata.
Aquí, en medio de ellos, está el que los puede salvar. Aquí está el sagrario, iluminado día y noche por la lámpara litúrgica. Cada vez que me arrodillo ante él en el silencio de la noche, me pasma y abruma la paciencia infinita de Dios, cuya arma no parece ser otra que la mansedumbre del cordero bíblico.
Todo en derredor es embriaguez, lujuria y paganismo; pero no importa; Dios sigue mandando los días y las noches y nos tiene continuamente la bahía repleta de los pescados más variados. Parece no quejarse. Algo así como nuestro oficio fuera el ser malos, y el suyo el ser bueno; y como si ése fuera el contrato.
Sobre mis hombros de carne y hueso gravita la responsabilidad inmensa de traer al redil estas ovejas descarriadas que tienen en sus fauces lobos rapaces. Arrancar la presa, revivida, nutrirla y mantenerla siempre en el rebaño, he ahí, la tarea que me está siempre mirando de cara. ¡Pero qué cuesta arriba es esta tarea!
Hubo aquí una moza que picó en el anzuelo y vino y se instruyó en el catecismo lo suficiente para hacerse merecedora del bautismo. Siendo de todos conocidas sus andanzas y escapadas nocturnas, la puse por nombre Magdalena. Poco después nos hizo la visita oficial el nuevo Obispo de Alaska y, entre los confirmados, puse naturalmente a Magdalena, que recibió la Confirmación con mucha gravedad y devoción.
Una semana más tarde la llevaron a la cárcel territorial de Nome, condenada a tres meses por desórdenes y violencias mientras estaba borracha. ¡Confirmación y cárcel en una semana! Cuando se lo escribí al señor Obispo me contestó que se ha reído media hora de un tirón y luego a ratos entre día.
No; aquí, en las lomas del Polo Norte, no se llevan de calle pueblos y muchedumbres. Hoy se convierte uno y mañana sale otro del redil. Más tarde se convierten dos, de los cuales uno viene a la iglesia de Pascuas a Reyes, y así sucesivamente.
¿Cómo hago para atraerlos? le pregunté al señor Obispo.
Echando raíces arrodillado ante el altar y presentando con toda sencillez y claridad la verdad evangélica a los que no rechacen la invitación.
Esta respuesta es el programa.
A propósito de cañones, el señor Obispo, mi antiguo Provincial, estuvo conmigo seis días. Le obligué a dormir en mi cama y yo me acomodé sobre unos bancos. Mientras yo guisaba y cocinaba, él me contaba historias y los dos nos reíamos beatíficamente.
Al terminar las comidas, yo lavaba en agua hirviendo los platos, y él los secaba con unos trapos bastante blancos, que yo había guardado en el desván para algún por si acaso.
Me alabó mucho mis habilidades culinarias en general y lo bien que preparaba el salmón en particular. Le dije que una trucha daba cien vueltas al salmón rey más dorado.
Al día siguiente nos regalaron una trucha de siete libras, y a los dos se nos empezó a hacer la boca agua. Pronto la corté y puse en orden las rajas, pero decidimos dejarla para darnos con ella la gran cena.
A eso de las seis, cuando ya estaba yo encendiendo la lumbre y preparando la sartén, viene zumbando el aeroplano, y el piloto nos avisa que su Señoría Ilustrísima tiene quince minutos para preparar las maletas. ¡Toda la trucha para mi! Ya camino del aeroplano, me decía en voz baja el señor Obispo:
Siento más perder esa trucha que Boabdil la pérdida de Granada.
¡,Dónde oyó Su Ilustrísima hablar de Boabdil? le pregunté con unos ojos enormes.
Y él me respondió:
Antes de que usted naciera ya había leído yo en Wáshington Irvin los Cuentos de la Alhambra.
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