POR SEGUNDO LLORENTE, S.J.
(continuación)
En una carta que me escribe la reverendísima Madre Superiora de un convento guipuzcoano, me pregunta quién me lava y me plancha los purificadores, los amitos, las albas; quién me hace las hostias; quién me amasa los molletes de pan, en caso de que haya pan en Alaska; quién me remienda los calcetines, y así por el estilo muchas otras preguntas caseras indicadoras de su espíritu maternal, caritativo, previsor y femenino.
Estas mismas preguntas me atormentaban a mí hace tres años, cuando el aeroplano me traía por las nubes, camino de Kotzebue. Ni un Hermano Coadjutor, ni una terma de monjas misioneras, ni un sacerdote al lado en estas pampas nevadas del Círculo Polar. ¿Cómo me las voy a arreglar yo solo; yo, que no tengo en mi haber más que inexperiencia en todas las esferas de la vida práctica?
Pero no tardé mucho en hallar la respuesta. La necesidad es la madre de la invención. El entendimiento apretado discurre que rabia. Y, finalmente, ¿quién no recuerda el arpa arrinconada de Bécquer, repleta de notas dormidas en sus cuerdas, esperando la mano de nieve que viniera a arrancarlas?
Mis manos gordezuelas, con un si es no es de toscas, distan mucho de ser de nieve; pero, sean como fueren, lo cierto es que han sabido arrancar todas las notas necesarias para armonizar con ritmo tolerable la vida monótona que le espera a todo blanco que viene a vivir en Alaska.
Una mestiza, que no ha cumplido los veinte años, tiene una plancha modelo que maneja con destreza inusitada. Me deja los purificadores, las albas y los amitos blancos y tiesos como si fueran nuevos. Las hostias me las mandan todos los meses frescas y tiernas las monjas Ursulinas de Pilgrim Springs, unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Kotzebue.
Lo del pan es aún más fácil. La esposa yanki de un minero también yanki tiene el don de amasar el mejor pan que he comido desde que salí de España. Vive en Kotzebue, a doscientos pasos de mi casa.
Al poco de llegar yo aquí, hicimos el siguiente convenio: yo compro dos sacos de harina y los llevo a su casa; uno es para ellos y el otro para mí. Cuando mi saco se termina, vuelvo a comprar dos sacos, y así sucesivamente. Yo no me preocupo de más.
Todos los lunes me trae dos molletes grandes que me duran toda la semana. Los yankis, a mi juicio, no comen una tercera parte del pan que comemos los españoles. La razón es muy sencilla: no saben .amasar como se amasa en España. El pan yanki no tiene corteza. Todo es molledo; y un molledo blanducho que al mascarlo se hace pasta.
Aquellos rescaños dorados y aquella corteza del pan español, que se quiebra entre los dientes como si fueran almendras, no los he vuelto a ver, ni espero volver a verlos. Mi panadera de Kotzebue saca una corteza muy rica y todo el pan es muy sabroso y alimenticio.
En cuanto a remendar calcetines y otras prendas de vestir, yo mismo podía hacerlo si quisiera ; pero se lo dejo a una semitullida eskimal que maneja la aguja con verdadero primor y que necesita algunos cuartos para vivir.
Esa es la vieja que me hizo un abrigo de pieles por todo lo alto y unas botas de piel por todo lo bajo. Luego la pago con café, azúcar, arroz, medias y alguna ropa interior de que yo estoy bien provisto merced a una organización de señoras yankis, que me mandan todos los años un cajón repleto de vestimenta de todos los usos, tamaños y colores.
Hay otra cristiana, mestiza, vecina mía, que me lava la ropa cada vez que lleno de ropa sucia un saco destinado al efecto. La ropa vuelve muy bien dobladita sin que falten botones ni se observen acá y allá cuchilladas ni descosidos. Es decir, que me trato a cuerpo de rey.
Nada más levantarme procuro hacer la cama, pues he visto por experiencia que, si no la hago entonces, no la hago en todo el día, y es muy desagradable encontrarse con la cama revuelta al free a acostar. Inmediatamente enciendo la estufa y me afeito. Luego barro el piso. En esto hay que ser inexorable y no dejar que pasen dos días seguidos sin hacer la cama, sin afeitarse ni barrer, pues dos días son muchos días y los hábitos repetidos forman pronto una segunda naturaleza.
Después de Misa preparo el desayuno, que es o puede ser variadisimo. Si no lo preparo entonces, no lo preparo nunca, y a eso de las doce tengo un hambre que no veo. Para salir del paso corto una rebanada de pan, que unto con mantequilla. Pero mientras lo como a deshora hago votos y promesas de no volver a dejar pasar la hora del desayuno sin un desayuno en toda regla.
Al día siguiente las promesas se las lleva el viento y vuelven a dar las doce sin desayuno. ¡Siempre hay algo que hacer!
Ultimamente he logrado ser persona formal y no hay día que no prepare el desayuno en toda regla, inmediatamente después de la acción de gracias que sigue a la Misa. Con un desayuno fuerte y con los dientes lavados y acepillados queda uno como nuevo y dispuesto a empezar el día con toda seriedad.
Por la noche preparo una cena nutritiva y abundante. El menú no puede ser más variado. En el invierno, carne de reno y tres variedades de peces que sólo entonces se pescan. En julio y agosto, salmones y truchas. En septiembre, gansos y patos silvestres sumamente grasientos y gordos. Por las Navidades, tármigans o aves norteñas. Y durante todo el año no me faltan patatas, cebollas, arroz, fideos y café.
Durante los guisos entretengo el tiempo con algún libro o revista. Son innumerables los trucos que he aprendido en la cocina. Si miro al puchero esperando que hierva, no hierve jamás; en cambio, si tomo un libro, comienza a hervir antes de terminar la primera página.
Si estoy de pie junto al puchero con el libro en las manos, nunca hierve tanto que se derrame el caldo, porque estoy a mano y puedo levantar la tapadera; pero si me siento en una silla a varios pasos del puchero, entonces hierve en seguida y a borbotones y se me derrama el caldo. Cuándo me levanto para quitar la tapadera, llego tarde.
A veces hago el disparate de ponerme a leer cartas mientras hierve el puchero, aunque sé y me consta que aquella vez me quedo sin caldo. Y dígase otro tanto del chocolate, de una tortilla o de cualquier otro condumio.
Cuando llega la hora de preparar la comida no se puede hacer otra cosa, so pena de estropear el cocido. Hay que dejar el libro, la revista de Misiones, las cartas, la máquina de escribir y todo lo demás que le llama constantemente a uno con unas voces estentóreas.
Comer a solas tiene también sus intríngulis. Tararear no se puede; silbar, tampoco; queda el leer, pero eso tiene sus inconvenientes. Si se lee algo interesante, se olvida uno del plato, y la comida se enfría.
Si se lee algo serio, la sangre tiene que acudir a la vez al estómago y al cerebro y el resultado es una mala digestión. Si se lee un periódico que ataca lo que uno considera poco menos que sagrado, la ira se sale de madre y termina uno la cena de mal humor.
Al cabo de mil fracasos en este particular he dado con un procedimiento que resulta bien: sujeto entre dos jícaras y un vaso, pongo el Kempis abierto al azar.
Si me canso de pensar y distraerme mientras como, leo unos cuantos versículos. Si me canso de tanto Kempis, como pacíficamente y sin disturbios psicofisiológicos.
Terminada la comida o la cena, hay que fregar los platos con agua hirviendo. Mi predecesor -- según me han dicho solía amontonar todos los platos y demás servicios durante la semana, y los sábados llamaba a un par de chicas que se los lavasen todos de una vez.
Yo no he descendido todavía a ese nivel. Con un tesón que a mí mismo me admira, friego todos los días los platos y los coloco limpios en su lugar.
Me contó un Misionero, solitario como yo, que él al principio daba una importancia suma a la cocina, hasta el punto de que no osaba sentarse a la mesa hasta qua veía que no faltaba nada, incluso la servilleta.
Poco a poco fue acortando en los platos y platillos, hasta que un día llegó a la sartén escueta. Es decir: guisaba algo en la sartén, y lo comía en la misma sartén. Así esquivaba el lavatorio que tanto llegó a aborrecer.
Pero resultó que tanta simplicidad no se avino bien con su estómago, que se vio atacado de úlceras muy difíciles de curar aquí.
Aquello me dijo a mí que una de dos: o lavar los platos todos los días, o úlceras en el estómago. Opté por los platos.
Nunca falta alguna novedad o sorpresa. Recuerdo perfectamente el día que me llegó la música del himno «Cara al Sol». Ya le había puesto yo una música mía muy marcial; mas cuando me llegó la música genuina me apresuré a llamar al organista, un eskimal muy hábil, cojo, grotescamente bizco, chaparrejo y muy charlatán. Primero tocó la pieza un par de veces, luego la canturreó hasta que yo la cogí. Ya en la cocina y formado militarmente, canté el «Cara al Sol”.
Entonces se me antojó que yo en las lomas del Polo Norte era una hoja prendida al árbol de la patria por algo misterioso, imposible de aquilatar en concreto. De todo el himno lo que más me electrizó fue la cadencia del “Volverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz».
Desde entonces es tanto lo que he canturreado por casa el himno, que la rapacería se ha cogido la música, aunque no las palabras. Cuando yo lo canto medio distraído y la rapacería me acompaña a su modo, el conjunto es algo soberanamente sublime. Las dos señoritas de San Sebastián, que me lo mandaron, me piden ahora la música que yo le había puesto al himno. No puedo complacerlas por aquello de que nadie está obligado a lo imposible.
La llegada del correo es siempre bien venida. Poco a poco he ido redondeando mis conocimientos sobre la vida de los presos en las cárceles rojas. Las «FLORES DE HEROÍSMO», del P. Alonso, a quien conocí en Granada, me pusieron al tanto de los acontecimientos en Málaga. Allí pude ver asesinatos al por mayor, preferentemente el asesinato de los oficiales de Marina. Entonces me empecé a familiarizar con las palabras “saca” y “paseito”.
“LA EPOPEYA DEL ALCÁZAR DE TOLEDO”, escrita por el P. Risco, me llevó de la mano desde el mismísimo 18 de julio hasta la entrada de las tropas libertadoras. Varias veces en la lectura del libro estuve a punto de vengarme en alguna silla o puchero, pero me contuve y lo leí todo sin más novedad. Llorar de rabia y entusiasmo no es novedad alguna debajo del sol.
Los libros del P. Herrera y del señor Jalón me informaron de la vida en el “Quilates”, el “Altuna” y las cárceles cantábricas.
La odisea del P. Santos Fernández, escrita por el señor González Hoyos en su libro “Esto pasó en Asturias”, me puso al tanto de los acontecimientos en las cuencas mineras asturianas.
De Madrid estoy enteradísimo. El “Duende de la Colegiata” describe con mano maestra la táctica del terror rojo en toda la zona dominada por la hoz y el martillo, particularmente en Madrid.
El libro de don Teodoro Cuesta, “DE LA MUERTE A LA VIDA”, me descorrió el velo que ocultaba lo que ocurría en las checas madrileñas y la vida que se vivía en las embajadas.
Los azares de las monjas están descritos con mano maestra por la “PRISIONERA DEL SOVIET” y por las relaciones impresas por las Esclavas del Sagrado Corazón.
De Levante no me llegó nada en prosa, pero sí en los versos primorosos de mi compañero de Colegio el P. Eusebio Rey, prisionero en Gandía y otras poblaciones. Finalmente no ha faltado algún poema de Pemán para poner los últimos retoques y acabar de enardecerme en estas tundras nevadas del Círculo Polar Artico. A esto han ayudado no poco algunas monografías magnificas, como las de Adro Javier en su «LAUREADA DE SANGRE».
Pero la vida es un tejido de ocupaciones a veces las más heterogéneas. Después de terminar un libro sobre la guerra española, me doy cuenta de que ya llegó el barco de los EE. UU. con el material que yo había encargado. ¡Llegó la madera!
Con la ayuda de un eskimal muy hábil puse un segundo piso o suelo sobre el que ya tenía la casa, pero sólo a dos pulgadas uno del otro. Ese vano entre los dos suelos contribuye notablemente a calentar la casa durante el invierno. Hay, pues, que hacer de carpintero y hay que hacerlo bien so pena de echarlo todo a perder. Afortunadamente no nos corre prisa y todo sale a maravilla.
Luego derribarnos dos tabiques y pusimos puertas donde antes no las había. No es tan fácil poner una puerta como pudiera parecer. Asimismo el motor eléctrico no funciona y hay que repasarlo. Primero se desmonta y se limpian y examinan todas las piezas fijándose bien en el puesto que ocupa cada una. Para reforzar el motor adquirí un equipo nuevo de molino de viento. Leídas y meditadas despacio las instrucciones, impresas en un folleto, pongo manos a la obra e instalo debidamente los dos motores, el del suelo y el que va sobre la torre.
Acto seguido instalo los alambres eléctricos, que son muy engorrosos porque unos van a las pilas, otros a los motores y otros a las luces, y en todos ellos hay que seguir las reglas de los polos positivo y negativo. Nunca creí que pudiera yo hacer eso. Sin embargo tuve que hacerlo y todo salió bien. ¡Las reservas latentes dentro de cada uno son insospechadas!
Un día se me rompió el muelle de la máquina de escribir. Al examinar el interior de la máquina se desprendieron los cuarenta y dos muelles diminutos de las claves. La adquisición de un muelle nuevo y la reposición de los pequeños, más el arreglo completo de todo el artefacto fue una obra de romanos para un inexperto como yo; pero llegó un día en que la máquina volvió a funcionar en toda regla. He tenido que arreglar el calentador de petróleo, la cocinilla de keroseno y hasta el acordeón.
En esta edad de las máquinas hay que conocer las entrañas de cada máquina como el cirujano conoce los tejidos del cuerpo humano. En las ciudades o en las casas religiosas donde hay Hermanos Coadjutores es facilísimo mandar a arreglar los objetos estropeados. Aquí en las lomas del Polo Norte tiene uno que hacerlo todo, so pena de sucumbir y perecer. Cuando se dice todo, se entiende todo, desde guisar hasta instalar la luz eléctrica.
Al otro lado de la laguna de Kotzebue hay unas colinas repletas de endrinas sin pepitas que maduran en agosto. Yo cargué con la mochila como cualquier eskimal y en pocos días reuní endrinas suficientes para llenar una docena de jarros de mermelada, más veinticinco botellas de jugo muy dulce, como mosto, que sabe a gloria bebido a cualquier hora del día o de la noche.
Aquí la vida es un forcejeo continuo. En vez de esperarlo todo del Padre Procurador, hay que vivir de la tierra con una autarquía que jamás sobrepujarán los economistas modernos de Europa.
Creo haber respondido suficientemente a las preguntas de cómo me las arreglo para vivir solo en estas costas del mar glacial. Si he descendido a detalles minúsculos y muy personales ha sido con el fin de que los aspirantes a Misiones de infieles mediten, ponderen y saquen la consecuencia.
Aquí hay que luchar cuerpo a cuerpo con la vida. Al mismo tiempo hay que conservar y cultivar el buen humor y no perder nunca de vista que es uno Misionero, embajador de Jesucristo en la región que le ha sido asignada.
Al terminar con la brocha o la garlopa se lava uno bien y se toca la campana porque ya es hora de instruir a los catecúmenos en las finezas de amor a Jesucristo que quiso quedarse sacramentado con nosotros para los fines que explican por extenso los tratados de Teología y que el Misionero debe manejar mejor aún que la brocha y la garlopa.
0 comentarios:
Publicar un comentario